sábado, 1 de junio de 2013

Ensayo: Noventa y nueve no es cien Arte y ciencias sociales: ¿un maridaje que resarce o se usufructúa de los excluidos?



Síntesis: La investigación e intervención social, amparadas en la premisa central de los estudios culturales, cifran su espectro en  la suma de los intereses de las ciencias sociales y humanas: la identidad; y el de las artes y las humanidades: la cultura, como las mejores herramienta para romper las cadenas de la exclusión, unas veces; como el mejor instrumento para la reconciliación, el perdón y la comunicación, en otras ocasiones; o como el camino para alcanzar en la tierra el cielo prometida. No obstante, los resultados parecen ser otros.

Palabras clave: Identidad, estudios culturales, violencia, arte.



AndrésColoradoVélez.
Sociólogo
Docente, Universidad de Antioquia
jandrescolorado@hotmail.com



Essay: Ninety-nine is not one hundred
Arts and social sciences: a marriage that compensates or usufruct of the excluded?


Abstract: Research and social intervention, protected by the central premise of cultural studies, encrypt the spectrum of the sum of the interests of the social sciences and humanities: identity; and the arts and humanities: culture as the best tool to break the chains of exclusion, sometimes, as the best instrument for reconciliation, forgiveness and communication, on other occasions, or as a way to reach heaven on earth promised. However, the results seem to be others.

Keywords: Identity, cultural studies, violence, 


Considerada por lo críticos como la versión documental de Slumdog Millonaire (Quién quiere ser millonario) Waste Land, documental del año 2000, dirigido por Lucy Walker, narra el proceso  creativo –desde la concepción de la idea hasta su ejecución- que el artista brasileño Vik Muniz lleva a cabo de la mano de un grupo de recicladores de Jardim Gramacho, uno de los mayores vertederos de basura del mundo, ubicado en la ciudad de Río de Janeiro: “200 toneladas de material, asegura Lúcio, su director, lo que equivale a la basura de una ciudad de cuatrocientos mil habitantes, es la cantidad reciclada diariamente en este vertedero, que recibe el 70% de la basura de Río de Janeiro”.
La oportunidad que tienen los protagonistas de Slumdog Millonaire y Waste Land de emerger del fondo de la sociedad, de la basura, adonde han sido arrojados por las dinámicas del consumo desbordado que marca los ritmos de la vida diaria, y de degustar por un instante las mieles de la fama y el dinero, indudablemente, permiten subrayar una semejanza entre el argumental y el documental. No obstante, tantas experiencias artísticas al recorrer los intrincados caminos que separan y asemejan la realidad y la ficción han dado con resultados similares (La vendedora de rosas, de Víctor Gaviria, en el plano local es un ejemplo de ello), que en honor a la verdad, o mejor, por el bien de Waste Land y el proceso llevado a cabo por Vik Muniz, bien vale la pena matizar.
Oleadas de científicos sociales noveles y experimentados, amparados en la premisa central de los estudios culturales, que cifran su espectro en  la suma de los intereses de las ciencias sociales y humanas: la identidad; y el de las artes y las humanidades: la cultura, recorren cual conquistador de Indias las calles y las esquinas de las barriadas populares de Medellín. Y ahí donde la ausencia sistemática del Estado ha incubado el monstruo multicéfalo de la exclusión, bajo la égida de la identidad y la cultura, esgrimen el argumento de las manifestaciones artísticas, sazonado con los sabores y colores de la autenticidad y la espontaneidad, como la mejor herramienta para romper las cadenas de la exclusión, unas veces; como el mejor instrumento para la reconciliación, el perdón y la comunicación, en otras ocasiones; o como el camino para alcanzar en la tierra el cielo prometido. Y aunque suelen ser continuos los reveses, más de lo que lo registra la prensa diaria: la falta de apoyos que permitan sostener las iniciativas de creación en el tiempo, los asesinatos selectivos de jóvenes artistas y desplazamientos forzados de líderes barriales y su núcleo familiar, y un largo etcétera de vejámenes y atrocidades cometidas por actores legales e ilegales, persisten, resguardados en metodologías cualitativas, en la idea de que las condiciones materiales se pueden cambiar con un rap, un paisaje urbano al óleo o las memorias escritas de un simposio en el que se habla de paz y se hace una desleída radiografía de la guerra a la luz del sentido, los significados y la valoración de las voces que no pudo, aún, silenciar el terror.
¿Habría que hablar entonces de ausencia de autoreflexión? Todo parece indicar que por allí va la cuestión. Pues muchos de los científicos sociales en mención tienen ascendencia en aquellos barrios donde se ha ensañado la exclusión; es decir que conocen el material del que está hecha la pintura: las casas, las calles, la vida y las esquinas donde entran en acción, pero no han tomado distancia para contemplarla en conjunto: “Cuando la gente va al museo –le explica Muniz al grupo de recicladores con el que va a trabajar las obras de arte- hace esto: (mueve su cuerpo adelante y atrás) se acercan al cuadro y luego se alejan. Se acercan y se alejan. Lo hacen para de cerca ver el material y, desde la distancia, la idea”. En el caso local, por el contrario, cuando las dudas afloran ante los hechos de violencia, el alejamiento no se lleva a cabo para apreciar el conjunto, la idea, sino para hundirse más en el material, pues de inmediato se esgrime la experiencia vivida por el deportista, el abogado, el político o el músico que en la realidad o la ficción, o viceversa, emergió del fondo de la sociedad, de la basura, para degustar las mieles de la fama y alcanzar su paz o salvación. 
Vik Muniz,  artista plástico rico y prestigioso, que en la juventud padeció en Sao Paulo la exclusión, la pobreza, el miedo y la violencia, cuenta en el exordio de Waste Land una anécdota, ante un auditorio que escucha sus opiniones, en la que está cifrada su postura en torno al papel del arte cuando se vincula con proyectos sociales: “Un día, iba conduciendo por Sao Paulo y vi una pelea. Paré para disolverla y, cuando volví al coche, me disparó uno de los tipos que me confundió con el que se estaba peleando (para despejar dudas, pide perdón al auditorio y se baja el pantalón a la altura de las rodillas para mostrar una cicatriz en el muslo derecho). Por suerte –agrega- él era muy rico y me dio una compensación económica con la que compre mi billete de avión a Norteamérica en 1983. Así que, ya ven, hoy estoy con ustedes porque me dispararon en la pierna”.
Pues bien, distinto a los que piensan que la cultura es un sucedáneo o un placebo contra la violencia y tienen como pretensión que un contexto plagado de desigualdades, falta de oportunidades, excesos publicitarios, violencia, pobreza, educación de baja calidad, malos sueldos (cuando hay trabajo) y desempleo, un joven deje a un lado drogas, armas y violencia y se dedique a cantar, a pintar, a esculpir y, cuando alcance un mediano dominio del oficio, se suba a los buses o colme parques y esquinas para arañar moneda a moneda un sueldo; distinto a ellos, que pretenden cambiar armas por pinceles, Vik Muniz cree que el arte si puede ser un medio para mostrarle a los oprimidos, aunque fuese por un día, que existe otra u otras opciones; independientemente de si ello transforme o no las condiciones de opresión: “Por experiencia sé –afirma Muniz- que la clave de mezclar arte con proyectos sociales consiste en apartar a la personas aunque solo sea por un par de minutos de la realidad en la que están y mostrarles otro mundo, otro universo. Aunque sea el lugar donde se encuentran, eso lo cambia todo”.
Bajo la premisa “prefiero no tener nada y desearlo todo a tener todo y no desear nada”, producto de la reflexión de sus años de carencias en Sao Paulo y de sus días de gloria en New York, se le ve entonces a Muniz lanzarse al Jardim Gramacho a la búsqueda, e identificación de las personas con quienes a partir de la basura va a adentrarse en los linderos del arte y la creación. Y cuando emerjan los reveses, dará un paso atrás, cual si estuviera ante un cuadro, para mirar la idea y, luego, echará mano de su experiencia y de su opinión en torno a la finalidad de mezclar arte con proyectos sociales. “Debemos tener cuidado –dice Fabio, asistente de Muniz, cuando el proceso de creación con el grupo de recicladores va llegando a su final- porque veo que el hecho de tenerlos acá [en el estudio] es una situación sumamente delicada para ellos, para su mente. Se han olvidado de Gramacho y ya no quieren volver. Al principio tenía la impresión, y creo que me confundía, de que allí eran felices; pero creo que tiene que ver con la abnegación”.
Consciente de la fragilidad de las personas y de que el proceso llevado a cabo iba a incidir en su mentalidad; que los iba a interrogar y, por tanto, tal vez a confundir o a cambiar su mirada de la vida, Muniz responde ante a la inquietud de Fabio manifestando que dudaba mucho que estuviera haciendo algo que los perjudicara o que les hiciera sufrir más de lo que ya han sufrido. “Si ellos van al estudio y dicen: ¨no quiero volver a Gramacho¨ ¿Parece que hice algo malo? Quizá tengan que ingeniar un plan para salir de allí. Ven otra realidad y les cambia la forma de pensar, les cambia la mentalidad sin duda”.
En su inserción en los contextos de exclusión donde las oleadas de científicos sociales noveles y experimentados entran en acción, es tal el respeto y la admiración que suelen generarse en las personas y en la comunidad académica que, contrario al Muniz que cavila: “me pongo a pensar cómo ayudar al prójimo y de repente me siento muy arrogante. ¿Quién soy yo para ayudara a nadie? Porque al final tengo la sensación de que ellos me ayudan más a mí que yo a ellos”, aquéllos se arrogan y envanecen con los lugares que han visitado en sus trabajos, los sueldos que ello les ha generado y los documentos fílmicos o escritos que han quedado como prueba de su labor. En fin, que Waste Land, que documenta el proceso, los alcances, las inquietudes y los logros del proyecto llevado a cabo por Vik Muniz en Jardim Gramacho, en el mar helado de los fracasos a los que se ha visto sujeto el arte al anclarlo a causas sociales, se erige como el pico de un solitario iceberg. O como esa latita que, dice Valter do Santos, vicepresidente de la asociación de Jardim Gramacho, marca la diferencia: “Intento explicarle a la gente la diferencia entre el material orgánico y el reciclable. Y a veces dicen: ¨ ¿Pero por una latita?¨. Pues una simple lata es de vital importancia, porque noventa y nueve no son cien. Y la que falta marca la diferencia”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario