Resumen: El presente artículo es un análisis de la construcción del victimario en la memoria histórica colombiana a partir del texto dramatúrgico: Los Papeles del Infierno. Obra del autor caleño Enrique Buenaventura en la que elabora una radiografía del conflicto colombiano vivido a finales de los años 40 y principios de los 60. Aquí Buenaventura construye a sus victimarios no como una excepción de la sociedad sino como un producto de esta misma, develando así uno de los errores en los que hemos incurrido al pretender dar por acabada la violencia con la eliminación de sus protagonistas, sin con esto involucrar un cambio social.
Verónica Coral Rojas
Licenciada en
Filosofía
Universidad de
Antioquia
The victimizer construction among the play of enrique buenaventura. A reflection arount perpetrators in colombian historical memory
Recibido: noviembre 2012 Evaluado: enero 2013 Aceptado: enero 2013
Summary:
This article is an analysis of
the construction of the perpetrator in the Colombian historical memory from dramaturgical
text: Roles of Hell. Author's work Enrique Buenaventura in Cali that produces
an X-ray of the Colombian conflict lived in the late '40s and early '60s. Here
Buenaventura victimizers constructed not as an exception but society as a
product of that, and revealing one of the mistakes that we have made the claim
to provide finished violence by removing its protagonists, without engaging
with this social change.
Keywords:
New Theatre, memory, victim,
offender, oppression.
El verdugo
Todo estaba listo.
Había llegado el verdugo.
Yo esperaba un hombre
corpulento,
Lleno de músculo, enarbolando
un hacha.
El que llegó, en cambio
Era diminuto. Un simple
gusano.
A duras penas avanzaba
Y no levantaba casi la cabeza.
Eso me pareció, de todos modos,
Una inaudita falta de respeto.
Un hombre como yo y a esta
hora
Se merece un verdugo
verdadero.
El pequeño verdugo lentamente,
Siguió avanzando sin mirar a
nadie.
Y desapareció. Desde entonces
sé que está adentro,
Sé que lo llevo en las
entrañas.
Enrique Buenaventura
Introducción: [1]
El movimiento del “Nuevo teatro”,
surgió hace un poco más de 50 años en Colombia con la motivación de la búsqueda
de una identidad cultural, con todo lo que implica hablar de identidad en
Latinoamérica y este propósito no sólo acompañó al mundo teatral, sino también al
mundo de las artes plásticas, al de la literatura, al de la música, al del
cine, entre otros. Esta manera de hacer teatro se alejó del teatro comercial y
del “teatro populista” pensado en términos de taquilla; nació un teatro del
pueblo con una perspectiva popular que recrea experiencias y vivencias de las
comunidades (Buenaventura, 2004: 18).
Esta apuesta por lo popular no
sólo se manifestó en el arte sino en diferentes movimientos de la época, muchos
de ellos inscritos, como lo es este caso, en otras alternativas y espacios de
formación en América Latina, es decir lo que se llamó Educación Popular. En Latinoamérica estos movimientos surgieron
como respuesta a dictaduras y gobiernos que fundaron su estructura en
relaciones de poder opresoras. De ahí que la Educación Popular haya surgido con
el propósito de contribuir a la construcción de unas sociedades más justas,
desde una opción por los sectores populares. Así, desde una perspectiva
marxista que permitió comprender la historia como una dialéctica donde los
hechos sociales son totalidades cambiantes, se planteó una fuerte crítica al
carácter injusto del orden social capitalista, que a su vez, gesta una educación
que reproduce las condiciones materiales subjetivas del sistema capitalista (Torres,
2007: 19).
Así, conscientes
de que la función narrativa es un eje central para la construcción de la
identidad y del poder opresor que se ejerce a través de ésta, una de las tareas
del llamado Nuevo Teatro fue reconstruir nuestra historia, o mejor, replantear
nuestra memoria en teatro que construyera una
relación dialéctica y crítica que le permitiera tanto al autor como al
espectador analizar su historia. Así, dentro de su saber (el teatral)
rescataron su papel como historiadores de su sociedad; donde su fin no era
hacer historiografía sino re-crear la historia para comprender nuestros
conflictos pasados y presentes. En este contexto surgieron dramaturgos como
Carlos José Reyes, Jairo Aníbal Niño, Santiago García, Enrique Buenaventura,
entre otros. Así, este teatro se
constituyó con una naturaleza política.
Quiero
referirme particularmente de Buenaventura (1925-2003): Uno de los grandes objetivos del proyecto artístico de
Buenaventura era lograr otro tipo de relación entre el autor y su público. Gran
parte de su legado dramatúrgico es una
reconstrucción artística de la historia de los conflictos colombianos. En un
artículo escrito para la revista Conjunto, Buenaventura afirma que:
Aun cuando la obra sea del pasado o aun cuando se refiera a un tiempo
lejano, continúa cuestionando la ideología, y en caso de referirse al pasado lo
hace para distanciarse del presente, para verlo mejor, para verlo como algo tan
cambiante como el pasado, y tan sometido a las leyes del cambio social como el
pasado (Buenaventura, 2004: 19).
A este
punto Buenaventura sabía del poder legitimador de los relatos históricos; por
lo que no sólo obras como Los Papeles del
Infierno, la cual abordaré aquí, sino también La tragedia del rey Christophe, que trae a lugar toda la lucha de
poder que se da alrededor de la revolución haitiana; Un réquiem por el Padre de las Casas, una obra que nos devela las
disputas e incongruencias de la colonización; La Huella, la historia de un limpiador creado por una sociedad de
doble moral; Los dientes de la guerra,
la cual no alcanzó a terminar pero fue concluida por el elenco del TEC; y otras
tantas que se me escapan, son obras que cuestionan los relatos que aceptamos
como verdaderos y nos llevan a replantearnos nuestra memoria histórica.
Ahora
bien, mi interés aquí es acercarme a Los
Papeles del Infierno para analizar la construcción que hace este autor del
victimario. Pues, a mi modo de ver, en sus obras logra ubicar al victimario
como hijo de su sociedad. Esto, claro está, no los exime de la responsabilidad
de sus actos; pero como es mi propósito exponer, tampoco exime a una sociedad
que con sus conveniencias y silencios perpetúa el crimen. Esta obra teatral es
un conjunto de sketches que narra los
diferentes espacios en los que se vivió la violencia de los años 50 con algunas
de sus implicaciones, a saber, la aceleración del ritmo de la expropiación de
tierras campesinas e indígenas; la mecanización de la agricultura comercial; la
emigración de campesinos a la ciudad; el desempleo, la falta de vivienda, la
pobreza; los crímenes de todo tipo.
En este texto estableceré un
diálogo con Paulo Freire analizando la figura del victimario a la luz de su Pedagogía del oprimido. Allí Freire
sostiene que el oprimido, por decirlo de algún modo, tiene una “naturaleza”
dual, pues aloja en su interior al opresor; en otras palabras, lo problemático
no sólo está en la existencia de un sujeto opresor concreto, sino en la manera
en cómo instauramos dicha opresión en nuestro comportamiento y pensamiento
reproduciéndolo en nuestras distintas relaciones o en nuestra pasividad,
mutismo y temor a actuar, o para decirlo en las palabras que Freire retoma de
From, en nuestro miedo a la libertad.
Esta
lectura de Freire, se hace aún más pertinente cuando en los tres primeros sketches que analizaré, a saber: “La
Maestra”, “La Autopsia” y “La Tortura”, se encuentran diversos rostros del
victimario y de la víctima[2].
Pues nuestros conflictos no son sólo el producto de algunos individuos, sino
que todos tenemos nuestra participación en él. Aún más, el victimario no es la
excepción de la sociedad, es el producto de la sociedad; lo que explica sus
actos pero no los justifica.
Dividiré
este trabajo en tres secciones; en la primera me ocuparé de presentar los perfiles
de los victimarios de “La Maestra” y de “La Tortura”, que son El Sargento
y El Verdugo respectivamente; y contextualizaré brevemente el conflicto
de estas obras. En la segunda sección de este trabajo pretendo mostrar cómo el
victimario es una construcción socio-histórica, lo que implica, a su vez,
aceptar nuestra naturaleza violenta y, más importante aún, ser responsables de
potencializarla. Ello implica que hasta que no se reconozca que somos
potenciales victimarios y que en muchos de nuestros comportamientos perpetuamos
a estos, no posibilitaremos la transformación de esta situación.
Finalmente,
en la tercera sección, conectaré sólo algunos aspectos del diálogo entre
Buenaventura y Freire con los planteamientos de Joan-Carles Mèlich en su libro Filosofía de la finitud. Allí, entre
otras cosas, este autor reflexiona en torno a la reconstrucción de la memoria;
relacionándola con aspectos como el testimonio. Éste juega un papel importante
en la medida en que da lugar a que una experiencia pasada sea transmitida en el
presente y posibilite replantear el futuro.
Perfiles del
Victimario
Como lo
mencioné en la introducción iniciaré por analizar los victimarios que aparecen
en “La Maestra” y en “La Tortura”, a saber: El
Sargento y El Verdugo. Para ello
recrearé brevemente el conflicto de cada uno de los sketches en los que se insertan estos victimarios reconociendo sus
particularidades y similitudes. Iniciaré de esta manera con “La Maestra”.
El
contexto en que se recrea la historia de “La Maestra” es un momento de la
realidad colombiana que tiene su inicio en las tres primeras décadas del siglo
XX (y aún se mantiene); la tierra ha perdido su valor como consecuencia de un
progreso traducido en inversión en nuevas maquinarias, como también en la
imposición de nuevas maneras de organización; esto trajo consigo combates,
muertes y crímenes a nivel rural. Al respecto María Mercedes Jaramillo nos
explica que:
La violencia también aceleró el proceso de concentración de la tierra, surgiendo
la gran propiedad de tipo latifundista que se apropia de los minifundios
vecinos. Este fenómeno se generalizó en los departamentos del área andina y fue
en perjuicio de los resguardos indígenas. Algunos trabajadores del agro
lograban enriquecerse, pero la realidad fue que la gran mayoría fueron
expulsados de su tierra, otros la abandonaron como lógica consecuencia de la
inseguridad que la violencia traía (Jaramillo M. M., 1992: 354).
Para
comenzar El Sargento, es un personaje en el que Buenaventura nos dibuja a un
hombre que desde su entrada a escena se muestra completamente burdo, grotesco
y, sobre todo, adiestrado. Él disfruta y abusa del poder que se le otorga al ser
sargento, pero a su vez intenta librarse de su culpa develando su figura de subordinado,
escuchemos lo que dice:
SARGENTO: ¿Por qué no hablás? No es una cosa mía.
Yo no tengo nada que ver, no tengo la culpa. (Grita) ¿Ves esta lista? Aquí están todos los caciques y gamonales
del gobierno anterior. Hay orden de quitarlos de en medio para organizar las
elecciones (Buenaventura, 1990: 19)
Aquí
podemos ver reflejado un caso del que nos habla Freire en que un subordinado se
convierte en un nuevo opresor o, para este caso, en subopresor; sintiéndose
realizado como hombre en esta situación. Pues bien si analizamos con detalle El Sargento
nos damos cuenta que él sólo sigue órdenes y de esta condición se pretende
enaltecer; esto último se observa en la actitud y trato hacia Peregrino Pasambú[3]
y en el cuestionamiento hacia la labor de La
Maestra; escuchémoslo: “Y también las
posiciones están mal repartidas. Tu hija es la maestra de escuela, ¿no? […]
¡Quién sabe lo que enseña esa maestra!”. Él encarna una figura despojada de
voto y voz que infla su pecho al considerarse un héroe más de la patria, un
hombre con “fe en la causa”. Tal vez su enaltecimiento es porque su alienación
es tal, que ve como un privilegio el ser un subordinado de los altos
dirigentes.
Esas
pequeñas frases en donde intenta librarse de la responsabilidad de sus acciones
como: “No es una cosa mía.
Yo no tengo nada que ver, no tengo la culpa […]”; develan, además de un terrible cinismo, una culpa que de una u otra manera
empezará a trastornarlo.
En La violencia en Colombia, uno de los
primeros estudios sociológicos sobre la violencia en nuestro país que estuvo
encabezado por Germán Guzmán, encontramos testimonios de casos similares a los
del Sargento; como es el relato de la
muerte del padre Jaime Castillo Walteros en Santa Catalina de Urabá en el año
de 1950, donde el verdugo de este padre cae en un trastorno que podríamos
augurarle al Sargento:
El 30 de Julio de 1950 asaltan a Santa Catalina, cerca de San Juan de
Urabá. El padre Castillo habla a los invasores con los brazos en cruz: “¡Ay,
mis hijos queridos, no hagan eso, por Dios! ¡Apláquense!”
[…]Conducido a la casa, recibe un nuevo disparo. En estado agónico,
pronuncia palabras incoherentes. Mamerto recibe esta orden: “O mata al cura ese
o lo mato a usted”.
López obedece y ultima al levita con el machete que le dieron cuando entró
a la “revolución”. Al narrar los hechos, el homicida llora amargamente y de vez
en cuando exclama: “Yo no soy culpable, yo no soy culpable, déjenme solo…”
(Guzmán, 1968: 231).
Pero por
más que aleguen su inocencia nada exime, ni a López ni al Sargento, de su
culpabilidad. En sus diálogos con comunidades campesinas Freire encontró una
situación sintomática de una “educación bancaria” (Freire, 1997: 53) en donde
el conocimiento lo posee un superior y el oprimido se niega como productor de
saber; esto implica que se niega como responsable de sí, esto porque se
considera incapaz de ello. Por mucho
tiempo ha sido señalado como ignorante, enfermo e incapaz de virtud, lo que lo
lleva a refugiar sus acciones en una pasividad o en el simple hecho de seguir
órdenes. Como se ha dicho, el caso de El
Sargento es esto último, pero esto realmente no justifica sus acciones; Buenaventura
logra mostrarlo tan culpable, como a todos sus “amos”, del asesinato de Peregrino Pasambú y de la violación de La
Maestra:
LA MAESTRA: Y así fue. Lo pusieron contra la tapia de barro, detrás de la
casa. El sargento dio la orden y los soldados dispararon. Luego, el sargento y
los soldados entraron en mi pieza y, uno tras otro, me violaron. Después no
volví a comer, ni a beber y me fui muriendo poco a poco (Buenaventura, 1990: 20).
La
violación aquí no es sólo un acto de descontrol de los instintos, es una manera
de imponerse sobre el otro negándole su existencia como ser racional dueño de
sí mismo, o para este caso dueña de sí misma; La Maestra pasa a ser un objeto del que se dispone bajo la orden de
El Sargento. Aún más, como personaje ella encarna la cultura de su
pueblo: sus creencias, sus conocimientos, sus costumbres y todo aquello que se
reúne en la educación, así El Sargento
deforma su cuerpo transformándolo en botín de guerra. Para Freire el sadismo es
una característica propia del opresor, es ese deseo y placer en el dominio
completo de la otra persona que pasa a ser objeto cosa, la violación es aquí un
dominio simbólico y descarnado del pueblo (Freire, 1997: 40).
Fijémonos
ahora en cómo El Sargento reproduce
con los soldados la misma estructura bajo la que él está inmerso, mientras él
mismo es una marioneta de los altos mandos, los soldados son sus marionetas;
hecho que (nuevamente es necesario aclararlo) no los exime de su
responsabilidad, pues ellos mismos son los que aceptan renunciar a su propia
voluntad o los que se aprovechan del temor que imponen con sus armas.
En el
crimen de “La Maestra” el victimario no es únicamente El Sargento, sino todos los implicados en darles las órdenes.
Germán Guzmán explica al respecto en La
violencia en Colombia que: “como puede verse, la trama de la organización
es muy vasta: abarca desde el simple ejecutor material del delito,
magníficamente adiestrado, hasta el profesional y alto empleado de gobierno o de
partido”. Más adelante agrega: “durante
esta época la policía militar se entrenó rigurosamente y se desenfrenaron sus
instintos agresivos que serían canalizados hacia las masas campesinas” (Guzmán,
1968: 300).
El
testimonio de La Maestra necesita ser
transmitido, de ahí que Buenaventura haya dibujado este personaje como un
espectro que vuelve constantemente de la muerte para narrar su historia, como
un coro griego que cuestiona los acontecimientos de su historia:
JUANA PASAMBÚ: ¿Por qué no quisiste comer?
LA MAESTRA: Yo no quise comer. ¿Para qué comer? Ya no tenía sentido comer.
Se come para vivir y yo no quería vivir. Ya no tenía sentido vivir.
[…]
TOBÍAS EL TUERTO: Te traje agua de la vertiente, de la que tomabas cuando
eras niña en un vaso hecho con hoja de rascadera y no quisiste beber.
LA MAESTRA: No quise beber. Apreté los labios. ¿Fue maldad? Dios me
perdone, pero llegué a pensar que la vertiente debía secarse. ¿Para qué seguía
brotando agua de la vertiente? Me preguntaba. ¿Para qué? (Buenaventura, 1990:
16-17).
Sus
palabras se hacen aún más fuertes cuando pasa de hablar en pasado, ejerciendo
su papel de narradora, para hablar en presente enfrentando al público. Ella,
que feliz ejercía su papel de maestra al infundir patriotismo y la fe católica,
ahora enfrentada a la realidad de su país, cuestiona su labor; pues ya no
encuentra coherencia entre lo que enseñaba (como es el amor a la patria y a la
bandera) y la aniquilación de su pueblo:
LA MAESTRA: No era ninguna posición. Raras veces me pagaron el sueldo. Pero
me gustaba ser maestra. Mi madre fue la primera maestra que tuvo el pueblo.
Ella me enseñó y cuando ella murió yo pasé a ser la maestra.
SARGENTO: ¡Quién sabe lo que enseña esa maestra!
LA MAESTRA: Enseñaba a leer y a escribir y enseñaba el catecismo y el amor
a la patria y a la bandera. Cuando me negué a comer y a beber, pensé en los
niños. Eran pocos, es cierto, pero ¿quién les iba a enseñar? También pensé:
¿Para qué han de aprender a leer y a escribir? Ya no tenía sentido leer y
escribir. ¿Para qué han de aprender el catecismo? ¿Para qué han de aprender el
amor a la patria y a la bandera? Ya no
tiene sentido la patria ni la bandera. Fue mal pensado, tal vez, pero eso fue
lo que pensé[4] (Buenaventura, 1990: 19).
La
violación de La Maestra, por un lado,
es el acto que destruye la propiedad de su cuerpo y se burla de ella como ser
consciente, autónomo y racional y, por otro, representa la aniquilación de un
pueblo, lo que implica tanto una destrucción de las estructuras físicas como de
los cimientos que forjan sus visiones de mundo, es decir, una destrucción de la
cultura. Además aquí La Maestra
cuestiona su labor como educadora, se da cuenta que estuvo enseñando una
historia del país que suprime los horrores de sus “victorias”, ha enseñado algo
sin primero cuestionarlo. Y si ese es el fin de la educación, en donde voces
como la suya son silenciadas, esta educación ya no tiene sentido. Para decirlo
en palabras de los planteamientos de la Educación Popular, se ha hecho
consciente de la “educación bancaria” en la que ha estado formando a los niños
del pueblo, una educación que frente a la masacre que están sufriendo les ha
enseñado a callar, y más aún, les ha impuesto el silencio. Su cuestionamiento al
catecismo no está desligado de esto, La
Maestra renuncia al Dios que está implicado aquí, pues es un Dios fatalista
que se resigna ante el dolor, Freire lo explica de la siguiente manera:
Dentro del
mundo mágico o mítico en que se encuentra la conciencia oprimida, sobre todo la
campesina, casi inmersa en la naturaleza, encuentra, en el sufrimiento,
producto de la explotación de que es objeto, la voluntad de Dios, como si Él fuese el creador de este “desorden organizado” (Freire, 1997: 42).
Pasaré
ahora a hablar de “La Tortura”. Aquí se encuentra otro caso de un victimario
modelado por toda una estructura de gobierno; él es el encargado de “hacer
hablar” a sus víctimas bajo diferentes torturas, su trabajo es el de verdugo.
Esta vez
el desarrollo del conflicto se da alrededor de una actividad cotidiana: la
comida; allí están El Verdugo y su esposa. Ella intenta llamar
la atención de su esposo que se mantiene ausente, aun cuando está en su casa.
Él, trastornado por su trabajo ya no distingue los espacios en los que es un
torturador y de los que no, de hecho empieza a tratar poco a poco a su esposa
como una de sus víctimas hasta asesinarla. Él es una víctima de su trabajo y es
un victimario de los seres que lo rodean.
EL VERDUGO:
(Sentado a la mesa comiendo) ¿Cuántos
pares de medias gastas al día?
LA MUJER: (Que se está poniendo un par de medias).
¿Por qué sales ahora con eso? A veces hago durar un par de medias una semana.
EL VERDUGO: Confiesa simplemente cuántos pares de
medias gastas al día. Confiesa sin
evasivas.
[…]
EL VERDUGO:
No le des vuelta. Confiesa.
[…]
EL VERDUGO:
[…] Conozco el truco. ¡Yo las conozco bien a ustedes!
LA MUJER: ¿A
quiénes? (Pausa) ¿A quiénes?
EL VERDUGO:
La carne está dura. No le entra el cuchillo. Es una porquería[5]
(Buenaventura, 1990: 22).
El Verdugo comparte muchas características
con El Sargento, pues nuevamente
vemos aquí un sujeto bajo el mando de otros (motivo que no lo exime de la
responsabilidad de sus crímenes), él es un “verdugo oficial”. Al igual que El Sargento, El Verdugo se ha apropiado de su labor enfermiza; pero este último
ha llegado a un punto de obsesión tal que empieza a ver en todo aquél que lo
rodea un posible individuo que debe someter a sus particulares métodos de
confesión[6].
El objetivo de su labor es hacer hablar y
es reconocido por su efectividad, algo que le daba un estatus y reconocimiento.
Mientras gozaba de este reconocimiento y tenía siempre el mismo desempeño, su
labor le parecía como cualquier otra; es sólo cuando se enfrenta al silencio
imperturbable de una de sus víctimas que la supuesta cotidianidad de su trabajo
lo descontrola.
EL VERDUGO:
Si trabajara en una oficina, si fuera un maldito burócrata, no tendría que
preocuparme. Pero a mí me entregan un tipo para hacerlo hablar. ¡Y yo tengo que
hacerlo hablar!
LA MUJER: Si
salieras un poco más conmigo…
EL VERDUGO:
Para hacerlo hablar. ¿Sabes lo que es eso?
LA MUJER:
Podríamos repetir la luna de miel. Al fin y al cabo no llevamos mucho de
casados.
EL VERDUGO:
Tengo que hacerlo hablar. Sólo sé eso. Que tengo que hacerlo hablar.
LA MUJER:
Soy linda, ¿no es cierto?
EL VERDUGO:
Si habla rápido, queda todo loco. No sé qué hacer. Habla y habla, y yo le grito
que hable, y él habla. ¡Maldito sea! ¡No le entra el cuchillo! En lugar de
andarte pavoneando deberías preparar una carne que le entrara en cuchillo.
¿Para quién te pavoneas? ¿Hum? ¡Eres una mujer casada!
LA MUJER:
¡Qué diablos te pasa hoy! (Pausa)
EL VERDUGO:
Me tocó un tipo duro. Un tipo más duro que un riel. (Ríe por la carne). Esto es un cuero.
[…]
DETECTIVE 2:
Pero Juan parecía acostumbrado. Juan era como el bizco. El bizco decía: es un
oficio como la medicina y la carnicería. ¿Han visto ustedes que un médico o un
carnicero honestos se enfermen de escrúpulos? Juan aguantaba cuatro o cinco
sesiones seguidas y quedaba tan fresco. Salía diciendo chistes (Buenaventura,
1990: 23-27).
Dejaré para la segunda sección
el análisis del diálogo fallido entre El
Verdugo y La Mujer; por ahora
evidenciemos lo anteriormente dicho y fijémonos en las primeras frases de éste
en esta cita. Quiero empezar por llamar
la atención en el anhelo de El Verdugo
en tener otro trabajo dentro de la misma estructura de opresión: “Si trabajara en una oficina, si fuera un maldito
burócrata, no tendría que preocuparme”. Aunque se siente inconforme de “hacer
el trabajo sucio” no reflexiona sobre otras posibilidades de mundo, todavía no
reflexiona sobre sí. En la Pedagogía del
oprimido, Freire expone el riesgo que existe cuando el oprimido tiene como
ideal de hombre el opresor; pero también ve en esto último la clave para pensar
una educación, o mejor una pedagogía liberadora, aunque no desconoce lo arduo
de esta tarea, pues es muy difícil cambiar todas unas estructuras de pensamiento
y formas de ser[7].
En un primer
momento de este descubrimiento, los oprimidos, en vez de buscar la liberación
en la lucha y a través de ella, tienden a ser opresores también o subopresores.
La estructura de su pensamiento se encuentra condicionada por la contradicción
vivida en la situación concreta, existencial, en que se forman. Su ideal es,
realmente, ser hombres, pero para ellos, ser hombres, en la contradicción en
que siempre estuvieron y cuya superación no tienen clara, equivale a ser
opresores. Estos son sus testimonios de humanidad (Freire, 1997:
26).
Por otro lado, aparece el
elemento de la carne dura. Cualquier elemento que se traiga en el teatro no es
gratuito, para logar la carga que tiene esta representación no hubiera sido lo
mismo que Buenaventura incluyera en la comida una carne tierna o unas verduras.
La carne dura de roer es lo que para él significa el hombre que sometió a sus
torturas y se mantuvo firme en su posición de no hablar, el hombre que puso en
jaque su labor y que lo desafió con su silencio, pudo haber muerto, pero no le
dio la victoria a su verdugo.
EL VERDUGO:
Le hicimos el tratamiento de las uñas y no hacía más que mirarnos. Nos miraba
con ojos de vaca, de vaca degollada. ¡Todo ojos! […] ¡Todo ojos! Los ojos
llenaban el cuarto […] Le pusimos fuego en los pies […] Le agarró un temblor.
¡Después de ese temblor, siempre hablan! ¡Y nada! […] Ni una palabra. Ni una
maldita palabra.
[…]
LA MUJER:
Juan, estás loco.
EL VERDUGO:
Tienes los ojos como él.
LA MUJER:
Juan, soy yo.
EL VERDUGO:
Los ojos como él. Como él. Todo el cuarto lleno de ojos. (Levanta el cuchillo del suelo) ¿Es que no es suficiente con las
uñas? ¿Por qué no confiesas? ¿Por qué no dices todos los tipos que tienes?
¿Vienen aquí? ¿Lo hacen en esa cama?
LA MUJER:
Juan…
EL VERDUGO:
¿No es suficiente con las uñas? ¿No es suficiente quemarte los pies?
(Buenaventura, 1990: 24 -26)
¿Qué es exactamente lo que
altera al verdugo de esos ojos? Tal vez, en los ojos de ese hombre se vio
reflejado como lo que es: un mercenario, se encontró juzgado. Quizá, también,
vio delante de sí un hombre que, a diferencia de él, se hacía totalmente dueño
de sí, que no intentaba justificar sus acciones erróneas en otros o en la
necesidad de sobrevivir. Él, a diferencia de El Verdugo, es un hombre libre
hasta el último momento así haya muerto en manos de otro. El Verdugo vio en
este hombre al hombre libre que nos describe Freire, que conoce los límites del
mundo en el que está insertado el opresor y además, a diferencia de su
victimario, es capaz de pensar en otro mundo posible.
Freire
expone que el opresor también posee un miedo a la libertad, pero que este es
diferente al del oprimido. Pues mientras que para el primero el miedo reside en
perder su “libertad” a oprimir, en el segundo reside en asumirla. Como lo he
mencionado antes, en estos personajes Buenaventura logra mostrar facetas
ambivalentes. Así, evidentemente El Verdugo es el victimario y por tanto el
opresor, pero a su vez éste es oprimido por otros: él es un subopresor. De ahí
que considere que en este personaje no sólo se instaura el miedo a perder la
supuesta libertad de oprimir, sino el miedo a asumir su propia libertad
(Freire, 1997:26).
El Verdugo se ha encontrado con un hombre
que logro sólo con la mirada reflejar su miseria, cuestionarlo y develarle su
propio miedo a la libertad en donde él prefiere “una seguridad vital” a una
“libertad arriesgada”. Por ello, aún después de muerto, sigue viendo por todas
partes al hombre que sometió a sus torturas; lo ve en su esposa cuando ella
juzga y cuestiona su labor; cuando por fin ella se ha atrevido a decirle algo
de lo que piensa. Así que, en un ataque
de locura que ya no puede controlar, El
Verdugo la asesina.
Los tres sketches que me propongo analizar aquí están atravesados por una
acción bastante diciente: el silencio. Pero es necesario distinguir el silencio
del hombre que asesina El Verdugo, de los otros silencios, como
son: los silencios que aparecen en su esposa, cuando intenta evadir lo que él
intenta contarle; los significativos silencios que expondré de “La Autopsia” y
el silencio del pueblo de La Maestra.
Para diferenciar entre estos
silencios quiero servirme de lo que Mèlich expone en su Filosofía de la finitud. Aquí Mèlich afirma que: la palabra instala
al hombre en el mundo; pues es por la palabra
humana que creamos los diferentes mundos posibles que nos imaginamos. Ahora
bien, hay que tener claro que la palabra no solo expresa conceptos y categorías
y no solo es verbal, también incluye gestos, signos, símbolos, imágenes,
miradas; así la palabra aparece aquí como múltiple. Pues bien, en este orden de
ideas el silencio no es mutismo, “el silencio es la palabra del rostro, de la
mirada, del gesto” (Mèlich, 2002: 163)[8]. El mutismo, por su parte, sería la ausencia de testimonio, el negarse a
expresar su experiencia o, en términos de Freire, la negación a biografiarse,
historiarse, existenciarse. Así, mientras en el silencio del pueblo de La Maestra;
el de El Verdugo y su mujer y, como expondré; el de El Doctor y su esposa es,
en muchas ocasiones, mutismo; el silencio de La Maestra con su
decisión de no comer y no beber y el silencio de la victima de El Verdugo con
unos ojos expresivos, son el silencio de la palabra que se expresa en el gesto.
Hasta aquí
he analizado los perfiles de El Sargento y
El Verdugo develando su doble faceta
de opresores y subopresores sirviéndome de los aportes de Freire. Con ello me
he acercado a demostrar que el victimario, más que ser un hecho aislado, se
encuentra dentro de toda una estructura social. Pero espero que esta tesis tome
mucho más fuerza en el siguiente apartado, donde me ocuparé de analizar “La
Autopsia”, sketch en donde encuentro
de manera más evidente esa doble faceta de víctima y victimario, o en términos
de Freire, de opresor y subopresor.
El
victimario: nuestra construcción monstruosa
Con
razón... Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino
para que no lo mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo,
era la única causa que quedaba por defender en Colombia: la vida.
En
adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato.
Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología
de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar
para vivir (no vivir para matar) (Arango, 1993: 42-44).
En su
libro Introducción a la guerra civil,
el colectivo Francés Tiqqun fundado en 1999, expone una crítica a la manera
como se ha comprendido la guerra, esto es, como una excepción, como algo ajeno
a lo humano; concepción que ha traído consecuencias de sometimiento de la
población. Entre los casos particulares que se citan se encuentra el caso
colombiano y exponen lo siguiente:
No podemos desprendernos de esta costumbre de otorgar un comienzo, un fin y
un límite territorial a la guerra civil, en resumen, de hacer de ella una excepción
en el curso normal de las cosas antes que considerar sus infinitas metamorfosis
a través del tiempo y el espacio, sino elucidando la maniobra que recubre. Así,
recordaremos a aquellos que, al principio de los años sesenta, pretendiendo
liquidar la guerrilla en Colombia, hicieron llamar previamente «la Violencia»
al episodio histórico que querían clausurar (Tiqqun, 2008: 18).
El
problema frente a la manera como se ha venido asumiendo la guerra no es que se
resalten momentos concretos, sino que se reduzca a dichos momentos y no se
reconozca dentro del plano humano para así poder replantear nuestras
relaciones. Es evidente que dicho “episodio histórico” de la Violencia no se clausuró, de hecho ya se
han desarrollado diferentes críticas sobre este intento de encapsular nuestros
conflictos en un momento transitorio. La realidad es que convivimos con
diferentes violencias del pasado y del presente que a su vez estamos potencializando
para el futuro. Y es eso lo que logra mostrar, particularmente en los tres sketches mencionados, Buenaventura.
Cada
situación que plantea Buenaventura tiene una carga del pasado que explota y
trae consecuencias para el futuro. Logra mostrar en experiencias individuales
cómo ha intervenido la guerra en todos nuestros espacios de convivencia; pues
las experiencias individuales son la radiografía de una realidad nacional. Aquí,
el teatro se convierte en un espejo de la vida donde el espectador observa
todas sus miserias pasadas y presentes y, como lo anota María Mercedes
Jaramillo, esto se da en personajes cada vez más esperpénticos que responden a
una visión estilizada de la realidad. Nos encontramos con víctimas marginadas y
con victimarios grotescos con conductas socialmente aprendidas, que, sobre todo,
son humanos.
Dentro de estos planteamientos
pasaré ahora a analizar “La Autopsia”; Buenaventura
nos dibuja una pareja madura de esposos que se ve enfrentada a la muerte
violenta de su hijo a manos del gobierno. El padre, que es El Doctor encargado
de maquillar las autopsias de estos crímenes de Estado, es posiblemente el
encargado de maquillar ahora la autopsia de su propio hijo. El conflicto se
desarrolla en la casa de los padres, donde estos discuten, con miedo a ser
escuchados por sus vecinos, la posibilidad de reclamar justicia por la
muerte de su hijo y posiblemente
arriesgar la fuente de ingresos para sobrevivir o simular que es un día más de trabajo y un
cuerpo más que examinar.
LA MUJER: Aquí está el saco y la corbata.
EL DOCTOR: (Poniéndose el saco).
Bien.
LA MUJER: Como cualquier día.
EL DOCTOR: Ya sé que no es como cualquier día.
LA MUJER: Como cualquier cadáver.
EL DOCTOR: Ya sé que no es como cualquier cadáver (Pausa). Pero tengo que ir. Y hacerla (Pausa). ¿Quieres que no vaya? (Pausa).
¿Quieres que renuncie?
LA MUJER: No sé (Pausa).
Las
palabras de La Mujer, que tienen una
carga irónica y de tristeza profunda, nos dicen desde el comienzo el
rompimiento de una cotidianidad, o mejor, nos introducen en el punto de quiebre
de una labor que se había tomado mecánicamente, una más entre las tantas. En
este sketch las pausas aparecen de
manera constante y en su mayoría están cargadas de indecisión, miedo y
tristeza; estas primeras pausas ya empiezan a develarnos las angustias de estos
personajes.
El Doctor
sabe muy bien que no podrá ver sólo un cuerpo en la camilla, verá a su hijo y
en las huellas de su cuerpo reconstruirá el momento de su muerte, sabrá
exactamente qué disparo lo mató; aún más esta vez le pesa una verdad que
siempre ha conocido: de quién ha sido el disparo. Él es esta vez el padre que
no puede indagar más allá de lo que le dice un informe falso de la autopsia. Su
primera pausa es su lucha interna entre esta realidad y el deber de desempeñar
una labor que asegura los medios para subsistir; finalmente gana el temor a
perder el sustento de sus necesidades básicas, vemos aquí una vez enfrentados
el preferir una “seguridad vital” que una “libertad arriesgada”.
En su
segunda y tercera pausa busca el apoyo de su esposa pero ella le responde con
un incierto no sé y un pesado mutismo.
Ella, a su manera, reclama que la muerte de su hijo no sea un caso más de los
que ha atendido su esposo.
EL DOCTOR: Lo consentiste demasiado. Siempre lo consentiste demasiado.
LA MUJER: Ya se terminó. Ya no puedo consentirlo más.
EL DOCTOR: Parece que me reprochas algo.
LA MUJER: ¿Yo?
EL DOCTOR: Sí.
LA MUJER: ¿Para qué? ¿Para qué serviría?
EL DOCTOR: Todo lo que he hecho es trabajar como una bestia para sostener
este hogar y levantar este hijo en la fe de Dios. En los más altos principios
de la moral y de la decencia.
LA MUJER: ¡Así es!
EL DOCTOR: ¡Por supuesto que así es! ¿Tienes algo que reprocharme?
LA MUJER: ¡Nada!
EL DOCTOR: Cuando supe que no iba a misa lo encerré a pan y a agua. ¿Quién
saboteo el castigo? ¡Una vez perdida la fe somos presa fácil de las ideas más
diabólicas!
LA MUJER: Era un buen muchacho. Si esas ideas entraron en él fue justamente
porque era un buen muchacho. Decía que no podía soportar la injusticia (Pausa).
Aquí
aparecen varios aspectos. Por un lado, vemos aquí nuevamente un personaje, esta
vez El Doctor, que no es capaz de imaginar otro orden diferente a aquel en
el que está inmerso y, peor aún toda idea distinta la acusa como diabólica. Por
otro lado, El Doctor, todo un hombre conservador completamente arraigado a su
moral y negándose a la posibilidad de aceptar otra forma de vida, antes de
atreverse a juzgar fuertemente a los verdaderos culpables del crimen de su
hijo, intenta encontrar responsables en otro lugar, en otros sujetos, donde él
mismo busca sacarse de la lista de los responsables. Quizá porque quiere
escapar a la realidad de que su labor lo hace a él uno de los cómplices de los
victimarios.
Con su
esposa, El Doctor deja entrever una relación vertical donde su voz aparece
para reafirmar sus palabras. La Mujer,
por su parte, aunque difícilmente se atreve a contradecir a su esposo, le dio a
su hijo la oportunidad de decidir y comienza verse cuestionada por los ideales de
su hijo; además poco a poco, a diferencia de su esposo, ella es capaz de
develar los verdaderos hechos bajo los cuales ocurrió el asesinato.
LA MUJER: (Arrebatándole
el periódico). ¡Deja ese maldito periódico! ¡Muerto en un encuentro!
¡Asesinado en el calabozo! Le pusieron la ametralladora en la boca y le
dispararon. Y tú irás ahora y harás la autopsia. Como siempre. Como todos los
días.
EL DOCTOR: Baja la voz (Pausa). Ana, yo te pregunté la primera vez que lo hice. ¿Te
acuerdas? Era un muchacho joven. El padre y la madre eran muy viejos. Tú no los
viste, pero yo sí. Él se había puesto un vestido negro de dril, brillante de
tanto plancharlo. Se había puesto corbata, pero estaba descalzo. La madre
también. Estaban muy asustados. Preguntaron si podían llevarse el cadáver. El
cadáver estaba lleno de plomo. Lo habían acribillado en un calabozo. ¿Te
acuerdas, Ana? Y yo te pregunté a ti por la noche: ¿Qué pongo mañana en la
boleta? Y tú te callaste. Y yo te dije: si quiero conservar el puesto tengo que
inventar algo…Y tú dijiste: no es fácil conseguir otro puesto ahora
(Buenaventura, 1990: 34-35).
Hay un elemento que aparece
fuertemente en todo el sketch, es el
silencio, que muchas veces es mutismo. El silencio que evidenciamos en esta
cita y la anterior es el miedo a ser escuchados; con este detalle tan preciso
Buenaventura nos dibuja el ambiente tenso en el que se inscribe esta situación,
además nos devela a una división de la comunidad en donde los intereses del
otro no se tienen en cuenta. Freire lo expresa de la siguiente manera:
En tanto
marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros, a escuchar el
llamado que se les haga o se hayan hecho a sí mismos, prefiriendo la
gregarización a la convivencia auténtica, prefiriendo la adaptación en la cual
su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora a que la libertad
conduce (Freire, 1997: 29).
Por otro lado, aunque es cierto
que la actitud de El Doctor muestra una pretensión de escapar
de su culpa señalándole a La Mujer
los momentos en los que ella se hizo partícipe de sus decisiones laborales, lo
cierto es que ni él ni ella pueden escapar de su responsabilidad. La
culpabilidad de él es más evidente, la de ella está en sus mutismos, en la
incapacidad de tomar una posición clara desde el principio, en las cargadas y,
en ocasiones, permisivas frases: no sé, no es fácil
conseguir otro puesto ahora.
El Doctor y La Mujer habían aceptado
“cómodamente” la mentira que los militares exigían para conservar su status y
supervivencia en un sistema corrupto. Ellos son víctimas y victimarios a la
vez, pues a su modo, al igual que los medios de comunicación, ofician el
sistema para poder sobrevivir, el mismo que ahora les ha arrebatado un hijo.
Aquí se evidencia algo que está regado como una peste en nuestra sociedad,
Carolina Ramos nombra esta enfermedad como apatía
social (Ramos, 2009: 58-68);
pues se deja a un lado el enfrentar conflictos que competen a toda una
comunidad para privilegiar intereses individuales. En una de las afirmaciones
que hace El Doctor más adelante, esto también se evidencia de la
siguiente manera:
EL DOCTOR: ¡Vuelves con el puesto! ¿De qué vamos a vivir si pierdo el
puesto? ¿Qué voy a conseguir si pierdo el puesto? Él ya está muerto. Ya está
muerto y no lo voy a resucitar perdiendo el puesto. ¡Ni siquiera voy a
conseguir que se haga un poquito de justicia! ¡Ni siquiera voy a conseguir que
haya un poquito de comprensión! ¿Y para quién sería la justicia? Para los otros.
Y a mí me importaba él, solamente él (Buenaventura, 1990: 38).
Un egoísmo crítico como el
resultado de una desesperanza total ante el mundo, se evidencia en estas
palabras. En este aspecto, padre e hijo son antagonistas en su
posición ante el mundo y su compromiso personal, pues este último antepone a su
vida sus ideales esperanzadores para una sociedad mejor; él tiene la misma
firmeza que reflejaba en su mirada la víctima de El Verdugo.
Si nos detenemos en la
construcción de cada uno de los personajes de los sketches aquí trabajados, nos daremos cuenta que no sólo en “La
Autopsia” los personajes poseen la faceta de víctimas y victimarios a la vez, o
de víctimas y cómplices a la vez. En “La Tortura”, ya lo habíamos visto, El Verdugo
pasó de victimario a víctima al caer en la locura y terminar por destruir su
espacio familiar; fijémonos esta vez en su esposa. Ella comparte varios
aspectos con La Mujer de El Doctor.
La
Mujer prefiere evadir las palabras de su esposo que la
enfrenta con la realidad, intentando sostener otro tipo de conversación. Ella, La Mujer
de “La Tortura”, como nos lo dice más adelante, se casó con su esposo aún sin
saber su verdadera profesión, pero esto no la exime del todo de su complicidad,
pues después de saberlo no se atrevió a ser sincera y decir lo que pensaba, ni
mucho menos a tomar alguna posición, prefirió quedarse en una situación cómoda
y disfrutar de los beneficios económicos de su esposo. Pero llega un segundo momento
en donde no soporta más su carga y es sincera; una sinceridad que el esposo no
tolera, por lo que ella se convierte en otros ojos que lo juzgan.
Inicié esta sección con parte
de la Elegía a Desquite de Gonzálo
Arango porque creo que es una crónica que se repite una y otra vez en nuestro
país. Y creo que esto se da porque nuestras estructuras siguen siendo las
mismas, y mientras esto sea así no podemos pretender que el conflicto se acabe
con la muerte de aquellos que reconocemos como victimarios. Pues, instaurada una situación de violencia, de opresión, se
instaura una forma de ser y de comportamiento que pasa de generación en
generación: “Esta violencia, entendida como un proceso, pasa de
una generación de opresores a otra, y ésta se va haciendo heredera de ella y
formándose en su clima general” (Freire, 1997: 39).
Y precisamente allí está el
problema, catalogamos a estos personajes como la excepción de la sociedad, como
el monstruo nunca antes visto, cuando ese monstruo es nuestro hijo, tiene toda
nuestra carga histórica, es el hijo de nuestra memoria. A partir de esto
aparecen las contundentes palabras de Germán Guzmán: “Hemos aprendido a matar y
debemos aceptar la generación de los asesinos como un producto neto, simple y
nítido de las actuales condiciones”. He sido
reiterativa en afirmar que darnos cuenta de nuestra participación en el
conflicto no implica eximir la responsabilidad de los victimarios ni la del
Estado, de lo que se trata es que dejemos de ver esto como algo ajeno a lo
nuestro, que nos responsabilicemos de nuestros silencios, de nuestra apatía y
de nuestra ignorancia y así mismo, de no querer salir de ella.
De esta manera me uno a las siguientes palabras de Todorov: “El asesino, el
torturador, el violador debe pagar por su crimen. Sin embargo la sociedad no se
limita a castigarle, procura también por qué fue cometido el crimen y actuar
sobre sus causas para prevenir otros crímenes semejantes” (Todorov, 2002: 150).
Tenemos que cuestionar la violencia que estamos legitimando, pues no se trata
de aceptar nuestra naturaleza violenta sin más, sino de identificar de qué
manera la estamos potencializando.
Reflexión
final: La Esperanza en la memoria como futuro
La memoria
es pasado, presente y futuro, nos dice Mèlich. Esto implica que se posibilita un espacio donde se comprende que “la
memoria no es el simple recuerdo del pasado, sino aquel recuerdo del pasado que
se utiliza ejemplarmente para intervenir de un modo crítico sobre el presente y
desear un futuro” (Mèlich,
2002: 38). A esto hay que agregarle que la memoria
no es sólo recuerdo, la memoria es recuerdo y olvido. Pues no hay memoria
humana sin selección, sin interpretación. Así, el recuerdo no es la negación
del olvido, sino una forma de olvido. En el olvido radical el ser humano sería
incapaz de situarse en una tradición; pero en el recuerdo absoluto el ser
humano quedaría atrapado en su pasado. Por ello el olvido es una terapia
necesaria para la salud existencial de los seres humanos.
Quiero detenerme aquí un poco
más y traer a colación algunas aclaraciones que Mèlich hace al respecto en
otros momentos de su libro: Filosofía de
la finitud. Si bien es cierto que a menudo recordamos aquello que no
queremos recordar y que es necesario olvidar para seguir con nuestro trayecto
de vida, también es cierto que, como lo dice Mèlich, a menudo olvidamos aquello
que no podemos olvidar y que si
olvidamos no podemos hacer nuestro trayecto de modo crítico. Así se une al
nuevo imperativo categórico propuesto ya hace más de treinta años por el
filósofo alemán T.W. Adorno: ¡Qué Auschwitz no se repita! Donde Auschwitz no es
nuestro pasado sino nuestro presente (Mèlich, 2002: 39-40).
En la
medida en que la memoria asuma una postura crítica respecto a nuestro pasado para
comprender nuestro presente planteará otras posibilidades para el futuro. Un
futuro que proyectaremos no como un recetario con verdades absolutas, sino como
una crítica activa de nuestra historia, donde reconozcamos sus errores y
sepamos qué no podemos volver a repetir. Es aquí donde Mèlich ubica la esperanza a partir de la
reconstrucción de la memoria; no se trata de una esperanza que pretenda que a
partir de la nada se produzcan cambios, sino de una esperanza a partir de la
construcción de espacios para la crítica.
Que Buenaventura
le dé como nombre al pueblo de “La Maestra” La
Esperanza no es gratuito, incluso va más allá de la posibilidad de que en
Colombia exista un pueblo con tal nombre. Peregrino
Pasambú, el padre de La Maestra,
fundó este pueblo huyendo de los conquistadores, buscando otros territorios en
los cuales empezar de nuevo. Pero con el paso de los años a ellos llegaron los
nuevos conquistadores y su tierra es arrebatada. La Maestra cada tanto vuelve a su tierra a recordar su historia,
que una y otra vez se repite por todas las tierras colombianas, con sus
pequeñas variantes del tiempo. Tal vez con su constante volver guarde la
esperanza de algún día romper el silencio.
El proyecto teatral de
Buenaventura es, y en esto guarda estricta relación con el proyecto de
alfabetización de Freire, precisamente un proyecto para romper ese silencio y
propiciar un espacio para la crítica. Esto aún más cuando la dramatización de
los conflictos sociales da espacio a una observación distanciada que nos
permite una comprensión de nuestros errores. Cuando nos acercamos al legado del
Nuevo Teatro colombiano nos damos cuenta que ha nacido de las turbulencias
históricas y sociales, lo que les garantiza actualidad y trascendencia. Es esto
lo que debemos reclamar, como espectadores hijos de esta sociedad, de las
diversas obras de arte que están surgiendo alrededor de una demanda de
reconstrucción de la memoria; pues lejos de inversiones multimillonarias en
monumentos de la memoria, se trata de intervenciones en la manera en cómo
construimos mundo.
Bibliografía
Arango, G. 1993. “Elegía a Desquite”. En Arango, G.
“Obra negra”. Santa Fe de
Bogotá, Plaza & Janés. p.p 42-44.
Buenaventura, E. 1990. “Los Papeles del infierno y
otros textos”. Bogotá, Siglo Veintiuno.
Buenaventura, E. (2004a). “Obra completa: I Poemas y cantares”.
(M. M. Jaramillo, B. Osorio, & M. Yepes, Edits.) Editorial Universidad de
Antioquia & Programa Editorial Universidad del Valle.
Buenaventura, E. (2004). “Teatro y política”. En: Conjunto N° 131. P.p. 15-20.
Freire, P. (s.f.). "Pedagogía del Oprimido".
Recuperado el 11 de Agosto de 2012, de ensayistas.org: Freire, P. 1997. "Pedagogía
del oprimido. Recuperado" de
http://www.ensayistas.org/critica/liberacion/varios/freire.pdf
Guzmán, G. 1968. “La violencia en Colombia”. Cali, Progreso.
Jaramillo, M. M. 1992. “Nuevo Teatro colombiano: arte y política”. Medellín:
Universidad de Antioquia.
Mèlich, J.-C. 2002. “Filosofía de la Finitud”. Barcelona, Herder.
Ramos, C. 2009. “El conflicto colombiano sobre las
tablas: La Autopsia, de Enrique Buenaventura”. En: IBEROAMERICAGLOBAL Vol. 2, N° 3. P.p. 58-68.
Tiqqun. 2008. “Introducción a la guerra civil”. España, Melusina.
Todorov. 2002. “Memoria del mal, tentación del
bien: indagación sobre el siglo XX”. Barcelona,
Ediciones Península.
[1] Este texto hace parte de un proceso de
investigación en el marco de dos grupos académicos de los cuales hago parte. El
primero es el Semillero de Teoría e Historia del Arte, inscrito en el Grupo de
Investigación de Teoría e Historia del Arte en Colombia de la Universidad de
Antioquia, bajo la dirección del profesor Daniel Tobón. El segundo es el Grupo
de Estudio: Arte y Política, inscrito a la Corporación Grupo de Teatro EL
TABLADO, Medellín y bajo la dirección de su fundador: Mario Yepes (teatroeltabladomedellin@gmail.com). En el Semillero hemos indagado alrededor
de la relación arte y memoria y en el Grupo de Estudio nos estamos ocupando del
análisis de las obras de Enrique Buenaventura; de ahí que en este avance de
investigación relacione los dos temas abordados en estos grupos académicos.
[2]Los
papeles del Infierno consta
de cinco sketches: “La Maestra”, “La
Autopsia”, “La Tortura”, “La Requisa” y “La Audiencia”. Aquí analizaré los tres
primeros, pues en estos tres encuentro de una manera más visible la tesis que
pretendo demostrar.
[3] Padre de La Maestra y corregidor del pueblo en el que se da el
conflicto. Asesinado por orden de El
Sargento.
[5]Negrilla agregada por mí.
[6]Pero incluso podemos
imaginar el entorno familiar de El
Sargento alrededor de las características que le entrega Buenaventura.
Seguramente su actitud frente a su esposa e hijos está impregnada de
autoritarismo y violencia, y esto implica una manera de destrucción y opresión.
En su Pedagogía del Oprimido Freire
nos explica que una vez instaurada la opresión se instaura la violencia (Freire, pág. 36) .
[7]Aunque, a pesar de esta
dificultad, Freire no descarta esta posibilidad, es más, se convierte en una
utopía necesaria
[8]Mèlich inserta la problemática del silencio
a partir de la polémica que deja Wittgenstein en el Tractatus. Allí este último
afirma “la ciencia no tiene absolutamente nada que decir ni que ver con el
sentido de la vida y, por tanto, con la ética. De ahí la importancia del
silencio y del deber de guardar silencio”. A diferencia de la interpretación
positivista de esta frase, Mèlich interpreta que allí Wittgenstein tenía el
propósito de mostrar los límites de
la palabra humana; y que de lo que se trata no es de callar sobre esos temas
sino darles otra voz ( Mèlich, 2002: 157 - 164).
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