sábado, 1 de junio de 2013

La construcción del victimario en enrique buenaventura: una reflexión en torno a la construcción del victimario en la memoria histórica colombiana


Resumen: El presente artículo es un análisis de la construcción del victimario en la memoria histórica colombiana a partir del texto dramatúrgico: Los Papeles del Infierno. Obra del autor caleño Enrique Buenaventura en la que elabora una radiografía del conflicto colombiano vivido a finales de los años 40 y principios de los 60. Aquí Buenaventura construye a sus victimarios no como una excepción de la sociedad sino como un producto de esta misma, develando así uno de los errores en los que hemos incurrido al pretender dar por acabada la violencia con la eliminación de sus protagonistas, sin con esto involucrar un cambio social. 

Palabras clave: Nuevo Teatro, memoria, víctima, victimario, opresión.

   
Verónica Coral Rojas
Licenciada en Filosofía
Universidad de Antioquia
vemacoro@gmail.com 





The victimizer construction among the play of enrique buenaventura. A reflection arount perpetrators in colombian historical memory

Recibido: noviembre 2012 Evaluado: enero 2013 Aceptado: enero 2013



Summary:
This article is an analysis of the construction of the perpetrator in the Colombian historical memory from dramaturgical text: Roles of Hell. Author's work Enrique Buenaventura in Cali that produces an X-ray of the Colombian conflict lived in the late '40s and early '60s. Here Buenaventura victimizers constructed not as an exception but society as a product of that, and revealing one of the mistakes that we have made the claim to provide finished violence by removing its protagonists, without engaging with this social change.


Keywords:
New Theatre, memory, victim, offender, oppression.



El verdugo
Todo estaba listo.
Había llegado el verdugo.

Yo esperaba un hombre corpulento,
Lleno de músculo, enarbolando un hacha.

El que llegó, en cambio
Era diminuto. Un simple gusano.

A duras penas avanzaba
Y no levantaba casi la cabeza.

Eso me pareció, de todos modos,
Una inaudita falta de respeto.

Un hombre como yo y a esta hora
Se merece un verdugo verdadero.

El pequeño verdugo lentamente,
Siguió avanzando sin mirar a nadie.

Y desapareció. Desde entonces sé que está adentro,
Sé que lo llevo en las entrañas.
Enrique Buenaventura

Introducción:[1]
El movimiento del “Nuevo teatro”, surgió hace un poco más de 50 años en Colombia con la motivación de la búsqueda de una identidad cultural, con todo lo que implica hablar de identidad en Latinoamérica y este propósito no sólo acompañó al mundo teatral, sino también al mundo de las artes plásticas, al de la literatura, al de la música, al del cine, entre otros. Esta manera de hacer teatro se alejó del teatro comercial y del “teatro populista” pensado en términos de taquilla; nació un teatro del pueblo con una perspectiva popular que recrea experiencias y vivencias de las comunidades (Buenaventura, 2004: 18).
Esta apuesta por lo popular no sólo se manifestó en el arte sino en diferentes movimientos de la época, muchos de ellos inscritos, como lo es este caso, en otras alternativas y espacios de formación en América Latina, es decir lo que se llamó Educación Popular. En Latinoamérica estos movimientos surgieron como respuesta a dictaduras y gobiernos que fundaron su estructura en relaciones de poder opresoras. De ahí que la Educación Popular haya surgido con el propósito de contribuir a la construcción de unas sociedades más justas, desde una opción por los sectores populares. Así, desde una perspectiva marxista que permitió comprender la historia como una dialéctica donde los hechos sociales son totalidades cambiantes, se planteó una fuerte crítica al carácter injusto del orden social capitalista, que a su vez, gesta una educación que reproduce las condiciones materiales subjetivas del sistema capitalista (Torres, 2007: 19).
Así, conscientes de que la función narrativa es un eje central para la construcción de la identidad y del poder opresor que se ejerce a través de ésta, una de las tareas del llamado Nuevo Teatro fue reconstruir nuestra historia, o mejor, replantear nuestra memoria en teatro que construyera una relación dialéctica y crítica que le permitiera tanto al autor como al espectador analizar su historia. Así, dentro de su saber (el teatral) rescataron su papel como historiadores de su sociedad; donde su fin no era hacer historiografía sino re-crear la historia para comprender nuestros conflictos pasados y presentes. En este contexto surgieron dramaturgos como Carlos José Reyes, Jairo Aníbal Niño, Santiago García, Enrique Buenaventura, entre otros. Así, este teatro se constituyó con una naturaleza política.
Quiero referirme particularmente de Buenaventura (1925-2003): Uno de los grandes objetivos del proyecto artístico de Buenaventura era lograr otro tipo de relación entre el autor y su público. Gran parte de su legado dramatúrgico es una reconstrucción artística de la historia de los conflictos colombianos. En un artículo escrito para la revista Conjunto, Buenaventura afirma que:
Aun cuando la obra sea del pasado o aun cuando se refiera a un tiempo lejano, continúa cuestionando la ideología, y en caso de referirse al pasado lo hace para distanciarse del presente, para verlo mejor, para verlo como algo tan cambiante como el pasado, y tan sometido a las leyes del cambio social como el pasado (Buenaventura, 2004: 19).

A este punto Buenaventura sabía del poder legitimador de los relatos históricos; por lo que no sólo obras como Los Papeles del Infierno, la cual abordaré aquí, sino también La tragedia del rey Christophe, que trae a lugar toda la lucha de poder que se da alrededor de la revolución haitiana; Un réquiem por el Padre de las Casas, una obra que nos devela las disputas e incongruencias de la colonización; La Huella, la historia de un limpiador creado por una sociedad de doble moral; Los dientes de la guerra, la cual no alcanzó a terminar pero fue concluida por el elenco del TEC; y otras tantas que se me escapan, son obras que cuestionan los relatos que aceptamos como verdaderos y nos llevan a replantearnos nuestra memoria histórica.
Ahora bien, mi interés aquí es acercarme a Los Papeles del Infierno para analizar la construcción que hace este autor del victimario. Pues, a mi modo de ver, en sus obras logra ubicar al victimario como hijo de su sociedad. Esto, claro está, no los exime de la responsabilidad de sus actos; pero como es mi propósito exponer, tampoco exime a una sociedad que con sus conveniencias y silencios perpetúa el crimen. Esta obra teatral es un conjunto de sketches que narra los diferentes espacios en los que se vivió la violencia de los años 50 con algunas de sus implicaciones, a saber, la aceleración del ritmo de la expropiación de tierras campesinas e indígenas; la mecanización de la agricultura comercial; la emigración de campesinos a la ciudad; el desempleo, la falta de vivienda, la pobreza; los crímenes de todo tipo.
En este texto estableceré un diálogo con Paulo Freire analizando la figura del victimario a la luz de su Pedagogía del oprimido. Allí Freire sostiene que el oprimido, por decirlo de algún modo, tiene una “naturaleza” dual, pues aloja en su interior al opresor; en otras palabras, lo problemático no sólo está en la existencia de un sujeto opresor concreto, sino en la manera en cómo instauramos dicha opresión en nuestro comportamiento y pensamiento reproduciéndolo en nuestras distintas relaciones o en nuestra pasividad, mutismo y temor a actuar, o para decirlo en las palabras que Freire retoma de From, en nuestro miedo a la libertad.
Esta lectura de Freire, se hace aún más pertinente cuando en los tres primeros sketches que analizaré, a saber: “La Maestra”, “La Autopsia” y “La Tortura”, se encuentran diversos rostros del victimario y de la víctima[2]. Pues nuestros conflictos no son sólo el producto de algunos individuos, sino que todos tenemos nuestra participación en él. Aún más, el victimario no es la excepción de la sociedad, es el producto de la sociedad; lo que explica sus actos pero no los justifica.
Dividiré este trabajo en tres secciones; en la primera me ocuparé de presentar los perfiles de los victimarios de “La Maestra” y de “La Tortura”, que son El Sargento y El Verdugo respectivamente; y contextualizaré brevemente el conflicto de estas obras. En la segunda sección de este trabajo pretendo mostrar cómo el victimario es una construcción socio-histórica, lo que implica, a su vez, aceptar nuestra naturaleza violenta y, más importante aún, ser responsables de potencializarla. Ello implica que hasta que no se reconozca que somos potenciales victimarios y que en muchos de nuestros comportamientos perpetuamos a estos, no posibilitaremos la transformación de esta situación.
Finalmente, en la tercera sección, conectaré sólo algunos aspectos del diálogo entre Buenaventura y Freire con los planteamientos de Joan-Carles Mèlich en su libro Filosofía de la finitud. Allí, entre otras cosas, este autor reflexiona en torno a la reconstrucción de la memoria; relacionándola con aspectos como el testimonio. Éste juega un papel importante en la medida en que da lugar a que una experiencia pasada sea transmitida en el presente y posibilite replantear el futuro.

Perfiles del Victimario
Como lo mencioné en la introducción iniciaré por analizar los victimarios que aparecen en “La Maestra” y en “La Tortura”, a saber: El Sargento y El Verdugo. Para ello recrearé brevemente el conflicto de cada uno de los sketches en los que se insertan estos victimarios reconociendo sus particularidades y similitudes. Iniciaré de esta manera con “La Maestra”.
El contexto en que se recrea la historia de “La Maestra” es un momento de la realidad colombiana que tiene su inicio en las tres primeras décadas del siglo XX (y aún se mantiene); la tierra ha perdido su valor como consecuencia de un progreso traducido en inversión en nuevas maquinarias, como también en la imposición de nuevas maneras de organización; esto trajo consigo combates, muertes y crímenes a nivel rural. Al respecto María Mercedes Jaramillo nos explica que:
La violencia también aceleró el proceso de concentración de la tierra, surgiendo la gran propiedad de tipo latifundista que se apropia de los minifundios vecinos. Este fenómeno se generalizó en los departamentos del área andina y fue en perjuicio de los resguardos indígenas. Algunos trabajadores del agro lograban enriquecerse, pero la realidad fue que la gran mayoría fueron expulsados de su tierra, otros la abandonaron como lógica consecuencia de la inseguridad que la violencia traía (Jaramillo M. M., 1992: 354). 

Para comenzar El Sargento, es un personaje en el que Buenaventura nos dibuja a un hombre que desde su entrada a escena se muestra completamente burdo, grotesco y, sobre todo, adiestrado. Él disfruta y abusa del poder que se le otorga al ser sargento, pero a su vez intenta librarse de su culpa develando su figura de subordinado, escuchemos lo que dice:

SARGENTO: ¿Por qué no hablás? No es una cosa mía. Yo no tengo nada que ver, no tengo la culpa. (Grita) ¿Ves esta lista? Aquí están todos los caciques y gamonales del gobierno anterior. Hay orden de quitarlos de en medio para organizar las elecciones (Buenaventura, 1990: 19)

Aquí podemos ver reflejado un caso del que nos habla Freire en que un subordinado se convierte en un nuevo opresor o, para este caso, en subopresor; sintiéndose realizado como hombre en esta situación. Pues bien si analizamos con detalle El Sargento nos damos cuenta que él sólo sigue órdenes y de esta condición se pretende enaltecer; esto último se observa en la actitud y trato hacia Peregrino Pasambú[3] y en el cuestionamiento hacia la labor de La Maestra; escuchémoslo: “Y también las posiciones están mal repartidas. Tu hija es la maestra de escuela, ¿no? […] ¡Quién sabe lo que enseña esa maestra!”. Él encarna una figura despojada de voto y voz que infla su pecho al considerarse un héroe más de la patria, un hombre con “fe en la causa”. Tal vez su enaltecimiento es porque su alienación es tal, que ve como un privilegio el ser un subordinado de los altos dirigentes.
Esas pequeñas frases en donde intenta librarse de la responsabilidad de sus acciones como: “No es una cosa mía. Yo no tengo nada que ver, no tengo la culpa […]”; develan, además de un terrible cinismo, una culpa que de una u otra manera empezará a trastornarlo.
En La violencia en Colombia, uno de los primeros estudios sociológicos sobre la violencia en nuestro país que estuvo encabezado por Germán Guzmán, encontramos testimonios de casos similares a los del Sargento; como es el relato de la muerte del padre Jaime Castillo Walteros en Santa Catalina de Urabá en el año de 1950, donde el verdugo de este padre cae en un trastorno que podríamos augurarle al Sargento:

El 30 de Julio de 1950 asaltan a Santa Catalina, cerca de San Juan de Urabá. El padre Castillo habla a los invasores con los brazos en cruz: “¡Ay, mis hijos queridos, no hagan eso, por Dios! ¡Apláquense!”

[…]Conducido a la casa, recibe un nuevo disparo. En estado agónico, pronuncia palabras incoherentes. Mamerto recibe esta orden: “O mata al cura ese o lo mato a usted”.

López obedece y ultima al levita con el machete que le dieron cuando entró a la “revolución”. Al narrar los hechos, el homicida llora amargamente y de vez en cuando exclama: “Yo no soy culpable, yo no soy culpable, déjenme solo…” (Guzmán, 1968: 231).

Pero por más que aleguen su inocencia nada exime, ni a López ni al Sargento, de su culpabilidad. En sus diálogos con comunidades campesinas Freire encontró una situación sintomática de una “educación bancaria” (Freire, 1997: 53) en donde el conocimiento lo posee un superior y el oprimido se niega como productor de saber; esto implica que se niega como responsable de sí, esto porque se considera incapaz de ello. Por mucho tiempo ha sido señalado como ignorante, enfermo e incapaz de virtud, lo que lo lleva a refugiar sus acciones en una pasividad o en el simple hecho de seguir órdenes. Como se ha dicho, el caso de El Sargento es esto último, pero esto realmente no justifica sus acciones; Buenaventura logra mostrarlo tan culpable, como a todos sus “amos”, del asesinato de Peregrino Pasambú y de la violación de La Maestra:

LA MAESTRA: Y así fue. Lo pusieron contra la tapia de barro, detrás de la casa. El sargento dio la orden y los soldados dispararon. Luego, el sargento y los soldados entraron en mi pieza y, uno tras otro, me violaron. Después no volví a comer, ni a beber y me fui muriendo poco a poco (Buenaventura, 1990: 20).

La violación aquí no es sólo un acto de descontrol de los instintos, es una manera de imponerse sobre el otro negándole su existencia como ser racional dueño de sí mismo, o para este caso dueña de sí misma; La Maestra pasa a ser un objeto del que se dispone bajo la orden de El Sargento. Aún más, como personaje ella encarna la cultura de su pueblo: sus creencias, sus conocimientos, sus costumbres y todo aquello que se reúne en la educación, así El Sargento deforma su cuerpo transformándolo en botín de guerra. Para Freire el sadismo es una característica propia del opresor, es ese deseo y placer en el dominio completo de la otra persona que pasa a ser objeto cosa, la violación es aquí un dominio simbólico y descarnado del pueblo (Freire, 1997: 40).
Fijémonos ahora en cómo El Sargento reproduce con los soldados la misma estructura bajo la que él está inmerso, mientras él mismo es una marioneta de los altos mandos, los soldados son sus marionetas; hecho que (nuevamente es necesario aclararlo) no los exime de su responsabilidad, pues ellos mismos son los que aceptan renunciar a su propia voluntad o los que se aprovechan del temor que imponen con sus armas.
En el crimen de “La Maestra” el victimario no es únicamente El Sargento, sino todos los implicados en darles las órdenes. Germán Guzmán explica al respecto en La violencia en Colombia que: “como puede verse, la trama de la organización es muy vasta: abarca desde el simple ejecutor material del delito, magníficamente adiestrado, hasta el profesional y alto empleado de gobierno o de partido”.  Más adelante agrega: “durante esta época la policía militar se entrenó rigurosamente y se desenfrenaron sus instintos agresivos que serían canalizados hacia las masas campesinas” (Guzmán, 1968: 300).
El testimonio de La Maestra necesita ser transmitido, de ahí que Buenaventura haya dibujado este personaje como un espectro que vuelve constantemente de la muerte para narrar su historia, como un coro griego que cuestiona los acontecimientos de su historia:
JUANA PASAMBÚ: ¿Por qué no quisiste comer?
LA MAESTRA: Yo no quise comer. ¿Para qué comer? Ya no tenía sentido comer. Se come para vivir y yo no quería vivir. Ya no tenía sentido vivir.
[…]
TOBÍAS EL TUERTO: Te traje agua de la vertiente, de la que tomabas cuando eras niña en un vaso hecho con hoja de rascadera y no quisiste beber.
LA MAESTRA: No quise beber. Apreté los labios. ¿Fue maldad? Dios me perdone, pero llegué a pensar que la vertiente debía secarse. ¿Para qué seguía brotando agua de la vertiente? Me preguntaba. ¿Para qué? (Buenaventura, 1990: 16-17).

Sus palabras se hacen aún más fuertes cuando pasa de hablar en pasado, ejerciendo su papel de narradora, para hablar en presente enfrentando al público. Ella, que feliz ejercía su papel de maestra al infundir patriotismo y la fe católica, ahora enfrentada a la realidad de su país, cuestiona su labor; pues ya no encuentra coherencia entre lo que enseñaba (como es el amor a la patria y a la bandera) y la aniquilación de su pueblo:

LA MAESTRA: No era ninguna posición. Raras veces me pagaron el sueldo. Pero me gustaba ser maestra. Mi madre fue la primera maestra que tuvo el pueblo. Ella me enseñó y cuando ella murió yo pasé a ser la maestra.
SARGENTO: ¡Quién sabe lo que enseña esa maestra!
LA MAESTRA: Enseñaba a leer y a escribir y enseñaba el catecismo y el amor a la patria y a la bandera. Cuando me negué a comer y a beber, pensé en los niños. Eran pocos, es cierto, pero ¿quién les iba a enseñar? También pensé: ¿Para qué han de aprender a leer y a escribir? Ya no tenía sentido leer y escribir. ¿Para qué han de aprender el catecismo? ¿Para qué han de aprender el amor a la patria y a la bandera? Ya no tiene sentido la patria ni la bandera. Fue mal pensado, tal vez, pero eso fue lo que pensé[4] (Buenaventura, 1990: 19).

La violación de La Maestra, por un lado, es el acto que destruye la propiedad de su cuerpo y se burla de ella como ser consciente, autónomo y racional y, por otro, representa la aniquilación de un pueblo, lo que implica tanto una destrucción de las estructuras físicas como de los cimientos que forjan sus visiones de mundo, es decir, una destrucción de la cultura. Además aquí La Maestra cuestiona su labor como educadora, se da cuenta que estuvo enseñando una historia del país que suprime los horrores de sus “victorias”, ha enseñado algo sin primero cuestionarlo. Y si ese es el fin de la educación, en donde voces como la suya son silenciadas, esta educación ya no tiene sentido. Para decirlo en palabras de los planteamientos de la Educación Popular, se ha hecho consciente de la “educación bancaria” en la que ha estado formando a los niños del pueblo, una educación que frente a la masacre que están sufriendo les ha enseñado a callar, y más aún, les ha impuesto el silencio. Su cuestionamiento al catecismo no está desligado de esto, La Maestra renuncia al Dios que está implicado aquí, pues es un Dios fatalista que se resigna ante el dolor, Freire lo explica de la siguiente manera:
Dentro del mundo mágico o mítico en que se encuentra la conciencia oprimida, sobre todo la campesina, casi inmersa en la naturaleza, encuentra, en el sufrimiento, producto de la explotación de que es objeto, la voluntad de Dios, como si Él fuese el creador de este “desorden organizado” (Freire, 1997: 42).

Pasaré ahora a hablar de “La Tortura”. Aquí se encuentra otro caso de un victimario modelado por toda una estructura de gobierno; él es el encargado de “hacer hablar” a sus víctimas bajo diferentes torturas, su trabajo es el de verdugo.
Esta vez el desarrollo del conflicto se da alrededor de una actividad cotidiana: la comida; allí están El Verdugo y su esposa. Ella intenta llamar la atención de su esposo que se mantiene ausente, aun cuando está en su casa. Él, trastornado por su trabajo ya no distingue los espacios en los que es un torturador y de los que no, de hecho empieza a tratar poco a poco a su esposa como una de sus víctimas hasta asesinarla. Él es una víctima de su trabajo y es un victimario de los seres que lo rodean.
EL VERDUGO: (Sentado a la mesa comiendo) ¿Cuántos pares de medias gastas al día?
LA MUJER: (Que se está poniendo un par de medias). ¿Por qué sales ahora con eso? A veces hago durar un par de medias una semana.
EL VERDUGO: Confiesa simplemente cuántos pares de medias gastas al día. Confiesa sin evasivas.
[…]
EL VERDUGO: No le des vuelta. Confiesa.
[…]
EL VERDUGO: […] Conozco el truco. ¡Yo las conozco bien a ustedes!
LA MUJER: ¿A quiénes? (Pausa) ¿A quiénes?
EL VERDUGO: La carne está dura. No le entra el cuchillo. Es una porquería[5] (Buenaventura, 1990: 22).

El Verdugo comparte muchas características con El Sargento, pues nuevamente vemos aquí un sujeto bajo el mando de otros (motivo que no lo exime de la responsabilidad de sus crímenes), él es un “verdugo oficial”. Al igual que El Sargento, El Verdugo se ha apropiado de su labor enfermiza; pero este último ha llegado a un punto de obsesión tal que empieza a ver en todo aquél que lo rodea un posible individuo que debe someter a sus particulares métodos de confesión[6]. El objetivo de su labor es hacer hablar y es reconocido por su efectividad, algo que le daba un estatus y reconocimiento. Mientras gozaba de este reconocimiento y tenía siempre el mismo desempeño, su labor le parecía como cualquier otra; es sólo cuando se enfrenta al silencio imperturbable de una de sus víctimas que la supuesta cotidianidad de su trabajo lo descontrola.
EL VERDUGO: Si trabajara en una oficina, si fuera un maldito burócrata, no tendría que preocuparme. Pero a mí me entregan un tipo para hacerlo hablar. ¡Y yo tengo que hacerlo hablar!
LA MUJER: Si salieras un poco más conmigo…
EL VERDUGO: Para hacerlo hablar. ¿Sabes lo que es eso?
LA MUJER: Podríamos repetir la luna de miel. Al fin y al cabo no llevamos mucho de casados.
EL VERDUGO: Tengo que hacerlo hablar. Sólo sé eso. Que tengo que hacerlo hablar.
LA MUJER: Soy linda, ¿no es cierto?
EL VERDUGO: Si habla rápido, queda todo loco. No sé qué hacer. Habla y habla, y yo le grito que hable, y él habla. ¡Maldito sea! ¡No le entra el cuchillo! En lugar de andarte pavoneando deberías preparar una carne que le entrara en cuchillo. ¿Para quién te pavoneas? ¿Hum? ¡Eres una mujer casada!
LA MUJER: ¡Qué diablos te pasa hoy! (Pausa)
EL VERDUGO: Me tocó un tipo duro. Un tipo más duro que un riel. (Ríe por la carne). Esto es un cuero.
[…]
DETECTIVE 2: Pero Juan parecía acostumbrado. Juan era como el bizco. El bizco decía: es un oficio como la medicina y la carnicería. ¿Han visto ustedes que un médico o un carnicero honestos se enfermen de escrúpulos? Juan aguantaba cuatro o cinco sesiones seguidas y quedaba tan fresco. Salía diciendo chistes (Buenaventura, 1990: 23-27).

Dejaré para la segunda sección el análisis del diálogo fallido entre El Verdugo y La Mujer; por ahora evidenciemos lo anteriormente dicho y fijémonos en las primeras frases de éste en esta cita.  Quiero empezar por llamar la atención en el anhelo de El Verdugo en tener otro trabajo dentro de la misma estructura de opresión: “Si trabajara en una oficina, si fuera un maldito burócrata, no tendría que preocuparme”. Aunque se siente inconforme de “hacer el trabajo sucio” no reflexiona sobre otras posibilidades de mundo, todavía no reflexiona sobre sí. En la Pedagogía del oprimido, Freire expone el riesgo que existe cuando el oprimido tiene como ideal de hombre el opresor; pero también ve en esto último la clave para pensar una educación, o mejor una pedagogía liberadora, aunque no desconoce lo arduo de esta tarea, pues es muy difícil cambiar todas unas estructuras de pensamiento y formas de ser[7].
En un primer momento de este descubrimiento, los oprimidos, en vez de buscar la liberación en la lucha y a través de ella, tienden a ser opresores también o subopresores. La estructura de su pensamiento se encuentra condicionada por la contradicción vivida en la situación concreta, existencial, en que se forman. Su ideal es, realmente, ser hombres, pero para ellos, ser hombres, en la contradicción en que siempre estuvieron y cuya superación no tienen clara, equivale a ser opresores. Estos son sus testimonios de humanidad (Freire, 1997: 26).

Por otro lado, aparece el elemento de la carne dura. Cualquier elemento que se traiga en el teatro no es gratuito, para logar la carga que tiene esta representación no hubiera sido lo mismo que Buenaventura incluyera en la comida una carne tierna o unas verduras. La carne dura de roer es lo que para él significa el hombre que sometió a sus torturas y se mantuvo firme en su posición de no hablar, el hombre que puso en jaque su labor y que lo desafió con su silencio, pudo haber muerto, pero no le dio la victoria a su verdugo.  
EL VERDUGO: Le hicimos el tratamiento de las uñas y no hacía más que mirarnos. Nos miraba con ojos de vaca, de vaca degollada. ¡Todo ojos! […] ¡Todo ojos! Los ojos llenaban el cuarto […] Le pusimos fuego en los pies […] Le agarró un temblor. ¡Después de ese temblor, siempre hablan! ¡Y nada! […] Ni una palabra. Ni una maldita palabra.
[…]
LA MUJER: Juan, estás loco.
EL VERDUGO: Tienes los ojos como él.
LA MUJER: Juan, soy yo.
EL VERDUGO: Los ojos como él. Como él. Todo el cuarto lleno de ojos. (Levanta el cuchillo del suelo) ¿Es que no es suficiente con las uñas? ¿Por qué no confiesas? ¿Por qué no dices todos los tipos que tienes? ¿Vienen aquí? ¿Lo hacen en esa cama?
LA MUJER: Juan…
EL VERDUGO: ¿No es suficiente con las uñas? ¿No es suficiente quemarte los pies? (Buenaventura, 1990: 24 -26)

¿Qué es exactamente lo que altera al verdugo de esos ojos? Tal vez, en los ojos de ese hombre se vio reflejado como lo que es: un mercenario, se encontró juzgado. Quizá, también, vio delante de sí un hombre que, a diferencia de él, se hacía totalmente dueño de sí, que no intentaba justificar sus acciones erróneas en otros o en la necesidad de sobrevivir. Él, a diferencia de El Verdugo, es un hombre libre hasta el último momento así haya muerto en manos de otro. El Verdugo vio en este hombre al hombre libre que nos describe Freire, que conoce los límites del mundo en el que está insertado el opresor y además, a diferencia de su victimario, es capaz de pensar en otro mundo posible.
Freire expone que el opresor también posee un miedo a la libertad, pero que este es diferente al del oprimido. Pues mientras que para el primero el miedo reside en perder su “libertad” a oprimir, en el segundo reside en asumirla. Como lo he mencionado antes, en estos personajes Buenaventura logra mostrar facetas ambivalentes. Así, evidentemente El Verdugo es el victimario y por tanto el opresor, pero a su vez éste es oprimido por otros: él es un subopresor. De ahí que considere que en este personaje no sólo se instaura el miedo a perder la supuesta libertad de oprimir, sino el miedo a asumir su propia libertad (Freire, 1997:26).
El Verdugo se ha encontrado con un hombre que logro sólo con la mirada reflejar su miseria, cuestionarlo y develarle su propio miedo a la libertad en donde él prefiere “una seguridad vital” a una “libertad arriesgada”. Por ello, aún después de muerto, sigue viendo por todas partes al hombre que sometió a sus torturas; lo ve en su esposa cuando ella juzga y cuestiona su labor; cuando por fin ella se ha atrevido a decirle algo de lo que piensa.  Así que, en un ataque de locura que ya no puede controlar, El Verdugo la asesina.
Los tres sketches que me propongo analizar aquí están atravesados por una acción bastante diciente: el silencio. Pero es necesario distinguir el silencio del hombre que asesina El Verdugo, de los otros silencios, como son: los silencios que aparecen en su esposa, cuando intenta evadir lo que él intenta contarle; los significativos silencios que expondré de “La Autopsia” y el silencio del pueblo de La Maestra.
Para diferenciar entre estos silencios quiero servirme de lo que Mèlich expone en su Filosofía de la finitud. Aquí Mèlich afirma que: la palabra instala al hombre en el mundo; pues es por la palabra humana que creamos los diferentes mundos posibles que nos imaginamos. Ahora bien, hay que tener claro que la palabra no solo expresa conceptos y categorías y no solo es verbal, también incluye gestos, signos, símbolos, imágenes, miradas; así la palabra aparece aquí como múltiple. Pues bien, en este orden de ideas el silencio no es mutismo, “el silencio es la palabra del rostro, de la mirada, del gesto” (Mèlich, 2002: 163)[8]. El mutismo, por su parte, sería la ausencia de testimonio, el negarse a expresar su experiencia o, en términos de Freire, la negación a biografiarse, historiarse, existenciarse. Así, mientras en el silencio del pueblo de La Maestra; el de El Verdugo y su mujer y, como expondré; el de El Doctor y su esposa es, en muchas ocasiones, mutismo; el silencio de La Maestra con su decisión de no comer y no beber y el silencio de la victima de El Verdugo con unos ojos expresivos, son el silencio de la palabra que se expresa en el gesto.
Hasta aquí he analizado los perfiles de El Sargento y El Verdugo develando su doble faceta de opresores y subopresores sirviéndome de los aportes de Freire. Con ello me he acercado a demostrar que el victimario, más que ser un hecho aislado, se encuentra dentro de toda una estructura social. Pero espero que esta tesis tome mucho más fuerza en el siguiente apartado, donde me ocuparé de analizar “La Autopsia”, sketch en donde encuentro de manera más evidente esa doble faceta de víctima y victimario, o en términos de Freire, de opresor y subopresor.

El victimario: nuestra construcción monstruosa
Con razón... Se había hecho guerrillero siendo casi un niño. No para matar sino para que no lo mataran, para defender su derecho a vivir, que, en su tiempo, era la única causa que quedaba por defender en Colombia: la vida.
En adelante, este hombre, o mejor, este niño, no tendrá más ley que el asesinato. Su patria, su gobierno, lo despojan, lo vuelven asesino, le dan una sicología de asesino. Seguirá matando hasta el fin porque es lo único que sabe: matar para vivir (no vivir para matar) (Arango, 1993: 42-44).

En su libro Introducción a la guerra civil, el colectivo Francés Tiqqun fundado en 1999, expone una crítica a la manera como se ha comprendido la guerra, esto es, como una excepción, como algo ajeno a lo humano; concepción que ha traído consecuencias de sometimiento de la población. Entre los casos particulares que se citan se encuentra el caso colombiano y exponen lo siguiente:
No podemos desprendernos de esta costumbre de otorgar un comienzo, un fin y un límite territorial a la guerra civil, en resumen, de hacer de ella una excepción en el curso normal de las cosas antes que considerar sus infinitas metamorfosis a través del tiempo y el espacio, sino elucidando la maniobra que recubre. Así, recordaremos a aquellos que, al principio de los años sesenta, pretendiendo liquidar la guerrilla en Colombia, hicieron llamar previamente «la Violencia» al episodio histórico que querían clausurar (Tiqqun, 2008: 18).

El problema frente a la manera como se ha venido asumiendo la guerra no es que se resalten momentos concretos, sino que se reduzca a dichos momentos y no se reconozca dentro del plano humano para así poder replantear nuestras relaciones. Es evidente que dicho “episodio histórico” de la Violencia no se clausuró, de hecho ya se han desarrollado diferentes críticas sobre este intento de encapsular nuestros conflictos en un momento transitorio. La realidad es que convivimos con diferentes violencias del pasado y del presente que a su vez estamos potencializando para el futuro. Y es eso lo que logra mostrar, particularmente en los tres sketches mencionados, Buenaventura.
Cada situación que plantea Buenaventura tiene una carga del pasado que explota y trae consecuencias para el futuro. Logra mostrar en experiencias individuales cómo ha intervenido la guerra en todos nuestros espacios de convivencia; pues las experiencias individuales son la radiografía de una realidad nacional. Aquí, el teatro se convierte en un espejo de la vida donde el espectador observa todas sus miserias pasadas y presentes y, como lo anota María Mercedes Jaramillo, esto se da en personajes cada vez más esperpénticos que responden a una visión estilizada de la realidad. Nos encontramos con víctimas marginadas y con victimarios grotescos con conductas socialmente aprendidas, que, sobre todo, son humanos.
Dentro de estos planteamientos pasaré ahora a analizar “La Autopsia”; Buenaventura nos dibuja una pareja madura de esposos que se ve enfrentada a la muerte violenta de su hijo a manos del gobierno. El padre, que es El Doctor encargado de maquillar las autopsias de estos crímenes de Estado, es posiblemente el encargado de maquillar ahora la autopsia de su propio hijo. El conflicto se desarrolla en la casa de los padres, donde estos discuten, con miedo a ser escuchados por sus vecinos, la posibilidad de reclamar justicia por la muerte  de su hijo y posiblemente arriesgar la fuente de ingresos para sobrevivir o  simular que es un día más de trabajo y un cuerpo más que examinar.
LA MUJER: Aquí está el saco y la corbata.
EL DOCTOR: (Poniéndose el saco). Bien.
LA MUJER: Como cualquier día.
EL DOCTOR: Ya sé que no es como cualquier día.
LA MUJER: Como cualquier cadáver.
EL DOCTOR: Ya sé que no es como cualquier cadáver (Pausa). Pero tengo que ir. Y hacerla (Pausa). ¿Quieres que no vaya? (Pausa). ¿Quieres que renuncie?
LA MUJER: No sé (Pausa).

Las palabras de La Mujer, que tienen una carga irónica y de tristeza profunda, nos dicen desde el comienzo el rompimiento de una cotidianidad, o mejor, nos introducen en el punto de quiebre de una labor que se había tomado mecánicamente, una más entre las tantas. En este sketch las pausas aparecen de manera constante y en su mayoría están cargadas de indecisión, miedo y tristeza; estas primeras pausas ya empiezan a develarnos las angustias de estos personajes.
El Doctor sabe muy bien que no podrá ver sólo un cuerpo en la camilla, verá a su hijo y en las huellas de su cuerpo reconstruirá el momento de su muerte, sabrá exactamente qué disparo lo mató; aún más esta vez le pesa una verdad que siempre ha conocido: de quién ha sido el disparo. Él es esta vez el padre que no puede indagar más allá de lo que le dice un informe falso de la autopsia. Su primera pausa es su lucha interna entre esta realidad y el deber de desempeñar una labor que asegura los medios para subsistir; finalmente gana el temor a perder el sustento de sus necesidades básicas, vemos aquí una vez enfrentados el preferir una “seguridad vital” que una “libertad arriesgada”.
En su segunda y tercera pausa busca el apoyo de su esposa pero ella le responde con un incierto no sé y un pesado mutismo. Ella, a su manera, reclama que la muerte de su hijo no sea un caso más de los que ha atendido su esposo.
EL DOCTOR: Lo consentiste demasiado. Siempre lo consentiste demasiado.
LA MUJER: Ya se terminó. Ya no puedo consentirlo más.
EL DOCTOR: Parece que me reprochas algo.
LA MUJER: ¿Yo?
EL DOCTOR: Sí.
LA MUJER: ¿Para qué? ¿Para qué serviría?
EL DOCTOR: Todo lo que he hecho es trabajar como una bestia para sostener este hogar y levantar este hijo en la fe de Dios. En los más altos principios de la moral y de la decencia.
LA MUJER: ¡Así es!
EL DOCTOR: ¡Por supuesto que así es! ¿Tienes algo que reprocharme?
LA MUJER: ¡Nada!
EL DOCTOR: Cuando supe que no iba a misa lo encerré a pan y a agua. ¿Quién saboteo el castigo? ¡Una vez perdida la fe somos presa fácil de las ideas más diabólicas!
LA MUJER: Era un buen muchacho. Si esas ideas entraron en él fue justamente porque era un buen muchacho. Decía que no podía soportar la injusticia (Pausa).

Aquí aparecen varios aspectos. Por un lado, vemos aquí nuevamente un personaje, esta vez El Doctor, que no es capaz de imaginar otro orden diferente a aquel en el que está inmerso y, peor aún toda idea distinta la acusa como diabólica. Por otro lado, El Doctor, todo un hombre conservador completamente arraigado a su moral y negándose a la posibilidad de aceptar otra forma de vida, antes de atreverse a juzgar fuertemente a los verdaderos culpables del crimen de su hijo, intenta encontrar responsables en otro lugar, en otros sujetos, donde él mismo busca sacarse de la lista de los responsables. Quizá porque quiere escapar a la realidad de que su labor lo hace a él uno de los cómplices de los victimarios.
Con su esposa, El Doctor deja entrever una relación vertical donde su voz aparece para reafirmar sus palabras. La Mujer, por su parte, aunque difícilmente se atreve a contradecir a su esposo, le dio a su hijo la oportunidad de decidir y comienza verse cuestionada por los ideales de su hijo; además poco a poco, a diferencia de su esposo, ella es capaz de develar los verdaderos hechos bajo los cuales ocurrió el asesinato.
LA MUJER: (Arrebatándole el periódico). ¡Deja ese maldito periódico! ¡Muerto en un encuentro! ¡Asesinado en el calabozo! Le pusieron la ametralladora en la boca y le dispararon. Y tú irás ahora y harás la autopsia. Como siempre. Como todos los días.
EL DOCTOR: Baja la voz (Pausa). Ana, yo te pregunté la primera vez que lo hice. ¿Te acuerdas? Era un muchacho joven. El padre y la madre eran muy viejos. Tú no los viste, pero yo sí. Él se había puesto un vestido negro de dril, brillante de tanto plancharlo. Se había puesto corbata, pero estaba descalzo. La madre también. Estaban muy asustados. Preguntaron si podían llevarse el cadáver. El cadáver estaba lleno de plomo. Lo habían acribillado en un calabozo. ¿Te acuerdas, Ana? Y yo te pregunté a ti por la noche: ¿Qué pongo mañana en la boleta? Y tú te callaste. Y yo te dije: si quiero conservar el puesto tengo que inventar algo…Y tú dijiste: no es fácil conseguir otro puesto ahora (Buenaventura, 1990: 34-35).

Hay un elemento que aparece fuertemente en todo el sketch, es el silencio, que muchas veces es mutismo. El silencio que evidenciamos en esta cita y la anterior es el miedo a ser escuchados; con este detalle tan preciso Buenaventura nos dibuja el ambiente tenso en el que se inscribe esta situación, además nos devela a una división de la comunidad en donde los intereses del otro no se tienen en cuenta. Freire lo expresa de la siguiente manera:
En tanto marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros, a escuchar el llamado que se les haga o se hayan hecho a sí mismos, prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica, prefiriendo la adaptación en la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora a que la libertad conduce (Freire, 1997: 29).

Por otro lado, aunque es cierto que la actitud de El Doctor muestra una pretensión de escapar de su culpa señalándole a La Mujer los momentos en los que ella se hizo partícipe de sus decisiones laborales, lo cierto es que ni él ni ella pueden escapar de su responsabilidad. La culpabilidad de él es más evidente, la de ella está en sus mutismos, en la incapacidad de tomar una posición clara desde el principio, en las cargadas y, en ocasiones, permisivas frases: no sé, no es fácil conseguir otro puesto ahora.
El Doctor y La Mujer habían aceptado “cómodamente” la mentira que los militares exigían para conservar su status y supervivencia en un sistema corrupto. Ellos son víctimas y victimarios a la vez, pues a su modo, al igual que los medios de comunicación, ofician el sistema para poder sobrevivir, el mismo que ahora les ha arrebatado un hijo. Aquí se evidencia algo que está regado como una peste en nuestra sociedad, Carolina Ramos nombra esta enfermedad como apatía social (Ramos, 2009: 58-68); pues se deja a un lado el enfrentar conflictos que competen a toda una comunidad para privilegiar intereses individuales. En una de las afirmaciones que hace El Doctor más adelante, esto también se evidencia de la siguiente manera:
EL DOCTOR: ¡Vuelves con el puesto! ¿De qué vamos a vivir si pierdo el puesto? ¿Qué voy a conseguir si pierdo el puesto? Él ya está muerto. Ya está muerto y no lo voy a resucitar perdiendo el puesto. ¡Ni siquiera voy a conseguir que se haga un poquito de justicia! ¡Ni siquiera voy a conseguir que haya un poquito de comprensión! ¿Y para quién sería la justicia? Para los otros. Y a mí me importaba él, solamente él (Buenaventura, 1990: 38).

Un egoísmo crítico como el resultado de una desesperanza total ante el mundo, se evidencia en estas palabras. En este aspecto, padre e hijo son antagonistas en su posición ante el mundo y su compromiso personal, pues este último antepone a su vida sus ideales esperanzadores para una sociedad mejor; él tiene la misma firmeza que reflejaba en su mirada la víctima de El Verdugo.
Si nos detenemos en la construcción de cada uno de los personajes de los sketches aquí trabajados, nos daremos cuenta que no sólo en “La Autopsia” los personajes poseen la faceta de víctimas y victimarios a la vez, o de víctimas y cómplices a la vez. En “La Tortura”, ya lo habíamos visto, El Verdugo pasó de victimario a víctima al caer en la locura y terminar por destruir su espacio familiar; fijémonos esta vez en su esposa. Ella comparte varios aspectos con La Mujer de El Doctor.
La Mujer prefiere evadir las palabras de su esposo que la enfrenta con la realidad, intentando sostener otro tipo de conversación. Ella, La Mujer de “La Tortura”, como nos lo dice más adelante, se casó con su esposo aún sin saber su verdadera profesión, pero esto no la exime del todo de su complicidad, pues después de saberlo no se atrevió a ser sincera y decir lo que pensaba, ni mucho menos a tomar alguna posición, prefirió quedarse en una situación cómoda y disfrutar de los beneficios económicos de su esposo. Pero llega un segundo momento en donde no soporta más su carga y es sincera; una sinceridad que el esposo no tolera, por lo que ella se convierte en otros ojos que lo juzgan.
Inicié esta sección con parte de la Elegía a Desquite de Gonzálo Arango porque creo que es una crónica que se repite una y otra vez en nuestro país. Y creo que esto se da porque nuestras estructuras siguen siendo las mismas, y mientras esto sea así no podemos pretender que el conflicto se acabe con la muerte de aquellos que reconocemos como victimarios. Pues, instaurada una situación de violencia, de opresión, se instaura una forma de ser y de comportamiento que pasa de generación en generación: “Esta violencia, entendida como un proceso, pasa de una generación de opresores a otra, y ésta se va haciendo heredera de ella y formándose en su clima general” (Freire, 1997: 39).

Y precisamente allí está el problema, catalogamos a estos personajes como la excepción de la sociedad, como el monstruo nunca antes visto, cuando ese monstruo es nuestro hijo, tiene toda nuestra carga histórica, es el hijo de nuestra memoria. A partir de esto aparecen las contundentes palabras de Germán Guzmán: “Hemos aprendido a matar y debemos aceptar la generación de los asesinos como un producto neto, simple y nítido de las actuales condiciones”. He sido reiterativa en afirmar que darnos cuenta de nuestra participación en el conflicto no implica eximir la responsabilidad de los victimarios ni la del Estado, de lo que se trata es que dejemos de ver esto como algo ajeno a lo nuestro, que nos responsabilicemos de nuestros silencios, de nuestra apatía y de nuestra ignorancia y así mismo, de no querer salir de ella. De esta manera me uno a las siguientes palabras de Todorov: “El asesino, el torturador, el violador debe pagar por su crimen. Sin embargo la sociedad no se limita a castigarle, procura también por qué fue cometido el crimen y actuar sobre sus causas para prevenir otros crímenes semejantes” (Todorov, 2002: 150). Tenemos que cuestionar la violencia que estamos legitimando, pues no se trata de aceptar nuestra naturaleza violenta sin más, sino de identificar de qué manera la estamos potencializando.

Reflexión final: La Esperanza en la memoria como futuro
La memoria es pasado, presente y futuro, nos dice Mèlich. Esto implica que se posibilita un espacio donde se comprende que “la memoria no es el simple recuerdo del pasado, sino aquel recuerdo del pasado que se utiliza ejemplarmente para intervenir de un modo crítico sobre el presente y desear un futuro” (Mèlich, 2002: 38).  A esto hay que agregarle que la memoria no es sólo recuerdo, la memoria es recuerdo y olvido. Pues no hay memoria humana sin selección, sin interpretación. Así, el recuerdo no es la negación del olvido, sino una forma de olvido. En el olvido radical el ser humano sería incapaz de situarse en una tradición; pero en el recuerdo absoluto el ser humano quedaría atrapado en su pasado. Por ello el olvido es una terapia necesaria para la salud existencial de los seres humanos.
Quiero detenerme aquí un poco más y traer a colación algunas aclaraciones que Mèlich hace al respecto en otros momentos de su libro: Filosofía de la finitud. Si bien es cierto que a menudo recordamos aquello que no queremos recordar y que es necesario olvidar para seguir con nuestro trayecto de vida, también es cierto que, como lo dice Mèlich, a menudo olvidamos aquello que no podemos olvidar  y que si olvidamos no podemos hacer nuestro trayecto de modo crítico. Así se une al nuevo imperativo categórico propuesto ya hace más de treinta años por el filósofo alemán T.W. Adorno: ¡Qué Auschwitz no se repita! Donde Auschwitz no es nuestro pasado sino nuestro presente (Mèlich, 2002: 39-40).
En la medida en que la memoria asuma una postura crítica respecto a nuestro pasado para comprender nuestro presente planteará otras posibilidades para el futuro. Un futuro que proyectaremos no como un recetario con verdades absolutas, sino como una crítica activa de nuestra historia, donde reconozcamos sus errores y sepamos qué no podemos volver a repetir. Es aquí donde Mèlich ubica la esperanza a partir de la reconstrucción de la memoria; no se trata de una esperanza que pretenda que a partir de la nada se produzcan cambios, sino de una esperanza a partir de la construcción de espacios para la crítica. 
Que Buenaventura le dé como nombre al pueblo de “La Maestra” La Esperanza no es gratuito, incluso va más allá de la posibilidad de que en Colombia exista un pueblo con tal nombre. Peregrino Pasambú, el padre de La Maestra, fundó este pueblo huyendo de los conquistadores, buscando otros territorios en los cuales empezar de nuevo. Pero con el paso de los años a ellos llegaron los nuevos conquistadores y su tierra es arrebatada. La Maestra cada tanto vuelve a su tierra a recordar su historia, que una y otra vez se repite por todas las tierras colombianas, con sus pequeñas variantes del tiempo. Tal vez con su constante volver guarde la esperanza de algún día romper el silencio.
El proyecto teatral de Buenaventura es, y en esto guarda estricta relación con el proyecto de alfabetización de Freire, precisamente un proyecto para romper ese silencio y propiciar un espacio para la crítica. Esto aún más cuando la dramatización de los conflictos sociales da espacio a una observación distanciada que nos permite una comprensión de nuestros errores. Cuando nos acercamos al legado del Nuevo Teatro colombiano nos damos cuenta que ha nacido de las turbulencias históricas y sociales, lo que les garantiza actualidad y trascendencia. Es esto lo que debemos reclamar, como espectadores hijos de esta sociedad, de las diversas obras de arte que están surgiendo alrededor de una demanda de reconstrucción de la memoria; pues lejos de inversiones multimillonarias en monumentos de la memoria, se trata de intervenciones en la manera en cómo construimos mundo.

Bibliografía


Arango, G. 1993. “Elegía a Desquite”. En Arango, G. “Obra negra”. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés. p.p 42-44.

Buenaventura, E. 1990. “Los Papeles del infierno y otros textos”. Bogotá, Siglo Veintiuno.

Buenaventura, E. (2004a). “Obra completa: I Poemas y cantares”. (M. M. Jaramillo, B. Osorio, & M. Yepes, Edits.) Editorial Universidad de Antioquia & Programa Editorial Universidad del Valle.

Buenaventura, E. (2004). “Teatro y política”. En: Conjunto N° 131. P.p. 15-20.


Freire, P. (s.f.). "Pedagogía del Oprimido". Recuperado el 11 de Agosto de 2012, de ensayistas.org: Freire, P. 1997. "Pedagogía del oprimido. Recuperado" de http://www.ensayistas.org/critica/liberacion/varios/freire.pdf


Guzmán, G. 1968. “La violencia en Colombia”. Cali, Progreso.

Jaramillo, M. M. 1992. “Nuevo Teatro colombiano: arte y política”. Medellín: Universidad de Antioquia.

Mèlich, J.-C. 2002. “Filosofía de la Finitud”. Barcelona, Herder.

Ramos, C. 2009. “El conflicto colombiano sobre las tablas: La Autopsia, de Enrique Buenaventura”. En: IBEROAMERICAGLOBAL Vol. 2, N° 3. P.p. 58-68.

Tiqqun. 2008. “Introducción a la guerra civil”. España, Melusina.

Todorov. 2002. “Memoria del mal, tentación del bien: indagación sobre el siglo XX”. Barcelona, Ediciones Península.



[1] Este texto hace parte de un proceso de investigación en el marco de dos grupos académicos de los cuales hago parte. El primero es el Semillero de Teoría e Historia del Arte, inscrito en el Grupo de Investigación de Teoría e Historia del Arte en Colombia de la Universidad de Antioquia, bajo la dirección del profesor Daniel Tobón. El segundo es el Grupo de Estudio: Arte y Política, inscrito a la Corporación Grupo de Teatro EL TABLADO, Medellín y bajo la dirección de su fundador: Mario Yepes (teatroeltabladomedellin@gmail.com). En el Semillero hemos indagado alrededor de la relación arte y memoria y en el Grupo de Estudio nos estamos ocupando del análisis de las obras de Enrique Buenaventura; de ahí que en este avance de investigación relacione los dos temas abordados en estos grupos académicos.
[2]Los papeles del Infierno consta de cinco sketches: “La Maestra”, “La Autopsia”, “La Tortura”, “La Requisa” y “La Audiencia”. Aquí analizaré los tres primeros, pues en estos tres encuentro de una manera más visible la tesis que pretendo demostrar.
[3] Padre de La Maestra  y corregidor del pueblo en el que se da el conflicto. Asesinado por orden de El Sargento.
[4]Cursiva agregada por mí.
[5]Negrilla agregada por mí.
[6]Pero incluso podemos imaginar el entorno familiar de El Sargento alrededor de las características que le entrega Buenaventura. Seguramente su actitud frente a su esposa e hijos está impregnada de autoritarismo y violencia, y esto implica una manera de destrucción y opresión. En su Pedagogía del Oprimido Freire nos explica que una vez instaurada la opresión se instaura la violencia (Freire, pág. 36).
[7]Aunque, a pesar de esta dificultad, Freire no descarta esta posibilidad, es más, se convierte en una utopía necesaria
[8]Mèlich inserta la problemática del silencio a partir de la polémica que deja Wittgenstein en el Tractatus. Allí este último afirma “la ciencia no tiene absolutamente nada que decir ni que ver con el sentido de la vida y, por tanto, con la ética. De ahí la importancia del silencio y del deber de guardar silencio”. A diferencia de la interpretación positivista de esta frase, Mèlich interpreta que allí Wittgenstein tenía el propósito de mostrar los límites de la palabra humana; y que de lo que se trata no es de callar sobre esos temas sino darles otra voz ( Mèlich, 2002: 157 - 164).

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